Son muchas las ciudades míticas que forman una
especial geografía literaria por la que podemos viajar a través de las páginas
de las obras en las que han sido construidas. Uno de estos lugares es Comala,
un subyugante espacio en el que Juan Rulfo nos sumerge de lleno con su novela Pedro Páramo (1955), que se inscribe
dentro de los límites del llamado realismo mágico y que forma parte del canon
de obras imprescindibles de la literatura universal. La última muestra de su
vigencia es la adaptación teatral que ha preparado Pau Miró y que dirige Mario
Gas. Un proyecto que, a priori, se
presenta como muy arriesgado pues no es fácil llevar a las tablas una obra tan
compleja. Sin embargo, Miró y Gas han salido airosos de este reto dramatúrgico.
El carácter fragmentario de la novela, su inexactitud temporal y sus saltos en
el tiempo, lejos de constituir escollos insalvables, facilitan la creación de
las diferentes escenas que forman un espectáculo teatral cuyo resultado final
es brillante.
Todo el peso interpretativo recae en dos actores
magníficos: Pablo Derqui y Vicky Peña, quienes hacen un trabajo digno de
encomio pues infunden vida a un extenso ramillete de personajes. Únicamente con
su voz – el trabajo de ventriloquía de Peña es excelente- y con mínimos cambios
de atrezo, se meten en la piel de una veintena de personajes que el espectador
identifica fácilmente, sin perderse por ese dédalo de relatos y de situaciones
que transitan entre la vida y la muerte y que acaban confluyendo en el
personaje de Pedro Páramo.
Mario Gas ha declarado que su objetivo es “que el
público se sienta en mitad de un bosque de noche, alrededor de una hoguera,
mientras alguien le cuenta una historia”. En cuanto Derqui aparece en escena y
pronuncia las primeras palabras de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me
dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, la llamada cuarta pared
se rompe y el espectador se convierte en un habitante más de Comala. Nuestras
referencias espacio-temporales desaparecen y nos hallamos en ese inquietante
lugar en el que transcurre la acción. Respiramos la tristeza de Comala y somos
–también nosotros un muerto más– destinatarios de los relatos que los
diferentes personajes le cuentan al hijo de Dolores. La narración oral, las
palabras sustentan el peso de la acción con un respeto máximo al texto original
y permite reconocer el estilo de Rulfo en todo momento. Estas historias
relatadas por seres fantasmagóricos, misteriosos, marcados por el sufrimiento,
sirven para dibujar el perfil de Pedro Páramo. Así, gracias a la palabra
descubre Juan Preciado que su progenitor es un ser déspota, malvado, tirano e
injusto que ha condicionado negativamente la vida de Comala, un lugar muerto en
el que solo quedan voces grises, lamentos ahogados, recuerdos dolorosos de
seres que vagan en una especie de limbo que acaba engullendo también a
Preciado. El único rasgo que humaniza a Pedro Páramo es el amor que siente por
Susana San Juan, pero no le ayuda a redimirse sino que acentúa su nivel de
maldad cuando ella pierde la vida.
La puesta en escena es sencilla pero muy efectista.
Unas paredes grises, hojas secas en el suelo, un par de escaleras móviles,
algunas sillas desvencijadas y una pantalla en la que se proyectan imágenes que
contribuyen a crear la angustiante atmósfera de Comala. No hace falta nada más
porque lo importante, como ya se ha señalado, es la palabra. Con estos
elementos, los actores nos regalan escenas impactantes como la asfixia de Juan
Preciado, el genial diálogo entre él y Dorotea en la tumba, la ira de Pedro Páramo cuando el pueblo
festeja mientras él entierra a Susana San Juan o su muerte a manos de su hijo
Abundio.
En definitiva, la adaptación teatral de Pedro Páramo corrobora la máxima de que
“menos es más”. Bastan dos buenos intérpretes y un texto fiel al original, muy
bien trabajado, con escenas perfectamente hilvanadas que dibujan un patrón
exacto de ese “rencor vivo” que ha pasado a la memoria colectiva de la
literatura, para que los espectadores podamos afirmar que nosotros también
hemos estado en Comala.
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