La noticia pasó casi
desapercibida. El torero Miguel Ángel Perera quiso registrar una de sus faenas
como obra protegida por la propiedad intelectual. Al desestimarse su petición,
interpuso en vano varias quejas, primero ante el Juzgado n.º 1 de lo Mercantil
de Badajoz y después ante la Audiencia Provincial. Ahora es el Supremo el que
ratifica ambas sentencias. Entre las razones del alto tribunal para rechazar la
petición del torero destaca aquella que afirma la imposibilidad de evaluar con
precisión y objetividad qué parte de su actuación puede ser considerada una
creación artística original, «más allá del sentimiento que transmite a quienes
la presencien, por la belleza de las formas generadas en ese contexto dramático».
Al torero, que había comparado la naturaleza de su faena con la de las
coreografías –que sí pueden incluirse en dicho registro– el tribunal le
recuerda que el toreo es diferente, pues «la creación intelectual atribuible al
torero, a su talento creativo personal, estaría en la interpretación del toro
que le ha correspondido en suerte, en la que, además de la singularidad de ese
toro, influiría mucho la inspiración y el estado anímico del torero».
Aunque la petición del torero
me pareció, al principio, una ocurrencia peregrina, después no he podido dejar
de sentir hacia él una íntima solidaridad, sobre todo cuando he leído las
razones de la sentencia recogida por la prensa. Porque cuando un escritor
registra en la Propiedad Intelectual su libro, ¿acaso cree el juez que el autor
no ha estado condicionado, él también, por el toro que le ha correspondido en
suerte y por su inspiración y estado anímico? ¿Y quién es el toro en
literatura? Pues los personajes, sin duda, que le retan y acometen, que
escarban la arena o hacen extraños, que hocican o se humillan, que reculan o
rematan, y todo ello desde la soberana verdad de su condición de entes de
ficción. Y así es que la lidia del escritor con sus personajes resulta
impredecible y hasta estos pueden rebelarse de su condición de criatura
imaginada, como aquel Augusto que se enfrentara a Unamuno en Niebla («Niebla», qué gran nombre para
un toro). De manera que aquel libro que registra el autor en las oficinas de la
Propiedad Intelectual podría haber sido otro muy distinto si los personajes
hubieran sido también otros o si el escritor hubiera usado el capote o la
espada de matar en un arrebato de «la inspiración y el estado anímico» que el
juez usa para desacreditar la petición del torero.
No obstante, si al diestro le
puede servir de consuelo, yo le diría: ¿para qué registrar la belleza? Para
aquella gloriosa tarde de toros grabada a fuego en la retina de los aficionados
que acudieron a la plaza, ¿hace falta un papel que la constate? ¿O vive mejor
entre las palabras emocionadas de quienes transmiten la memoria de aquella
jornada hasta hacerla legendaria? Y, a la postre, la belleza no es de nadie. En
España, la ley fija 70 años desde la muerte de un escritor para que su obra
pase a ser patrimonio de todos. Leal la belleza a su creador, le guarda por
decoro un largo luto de siete décadas, pero luego se emancipa y vuela libre de
tasas y cánones. La belleza no se registra. La belleza, simplemente, sucede.
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