En la urbanización donde vivo
están ahora arreglando las teselas del suelo de la piscina. Nunca acudo a las
reuniones de la comunidad pero suelo leer las actas de estos conciliábulos
vecinales donde se dirimen los destinos de la vida muelle de estos aprendices
de ricos que se desloman cada día para poder seguir viviendo en una
urbanización con pistas de pádel y piscina. O eres rico o no lo eres. Pero ir
de rico por la vida cuando tienes que levantarte todos los días antes de salir
el sol tiene mucho de patético. Pero esa es otra historia. Las actas, digo, se
cuelgan en el vestíbulo de la escalera y están escritas con ese lenguaje
burocrático redactado por alguien con ínfulas de notario que se sentirá más
importante tras colocar el documento con su chincheta en el tablón. Entre toda
esa jerigonza legalista y administrativa, me llama la atención una palabra que
no parece avenirse con la idiota solemnidad del escrito. Esa palabra es
«chapoteo». Se dice que el presupuesto X se destinará a reparar la zona de
«chapoteo» de la piscina de adultos. Y claro, yo no puedo más que imaginarme a
mis vecinos adultos chapoteando ridículamente en bañador en la zona de
«chapoteo» de su piscina de adultos.
Porque los adultos parece ser que también «chapotean».
Enseguida asocio la palabra a
otras que se suelen utilizar aplicadas al mundo adulto y que contribuyen a la
infantilización social que venimos sufriendo desde hace ya varios años. Y
recuerdo un artículo escrito por Miren Erroteta en el elDiario.es y titulado significativamente «Llámame vieja, no me
hables como a una niña» donde denuncia el lenguaje edulcorado que se suele usar
con los ancianos: «Tómate la pastillita, bonita». Si yo llego a viejo y alguien
me concatena dos diminutivos seguidos, lo mando a la mierda en menos que canta
un gallo como el buen vejestorio cascarrabias en que aspiro a convertirme. Me
dicen que en los centros de estética las trabajadoras le piden a sus clientas
que se quiten las braguitas para poder tratar mejor la grasita del culito. La
grasita. La pandemia ha contribuido también a tratar a los adultos como a
gilipollas. Durante meses fuimos héroes que habíamos resistido los embates del
virus con responsabilidad. En los carteles y folletos donde se describían los
protocolos sanitarios a seguir, salíamos dibujados con capa y antifaz,
recordándonos lo bien que lo estábamos haciendo, la heroica fortaleza que
demostrábamos quedándonos en casa deglutiendo series de televisión. A veces nos
ilustraban con algunos dibujos animados con su música (musiquita) infantil y su
sesgo pedagógico para subnormales. Todo muy dinámico, entretenido, colorista y
buenrollistahappyflowers. Porque los adultos somos imbéciles a los que Epi,
Blas, Coco y todos los putos teleñecos de Barrio Sésamo deben enseñarles de
forma amena y divertida que hay que lavarse las manos, ponerse la mascarilla y
guardar la distancia de seguridad. ¿Por qué no decir eso mismo sin tantas
memeces en un sobrio catálogo de normas? ¡No! ¡Anatema! ¡Condenado a los
infiernitos de los retrograditos! ¿Y qué me dicen de los aficionados al fútbol
a los que hay que ponerles sonido de público enlatado como si no fueran capaces
de asumir un estadio sin público? Y así nos va. Nos quieren convertir en una
generación de retrasados tan mimados que a la que se levanta el estado de
alarma salimos a la calle a festejarlo, coreando la palabra «libertad»
convencidos de que acabamos de salir de la III Guerra Mundial. Porque nos lo merecemos,
porque hemos sufrido mucho, ya lo dicen los psicólogos, la fatiga pandémica,
pobrecitos los adultitos.
Así, pues, debo estar
preparado y mentalizarme. En unas semanas, cuando la piscina esté reparada,
volveré a ver a mi vecino del 1.º con su bañador de Los Simpson mojándose el culo en el agua. Disfrutando de su
libertad. Chapoteando.
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