A
mí me habría gustado contemplar la Albufera de Valencia con los ojos ebrios y
ociosos del borracho Sangonera. En un hermoso pasaje de Cañas y barro, Sangonera confiesa emocionarse con la mera
contemplación de la Naturaleza al atardecer, a «aquella hora del crepúsculo,
que era en el lago más misteriosa y bella que tierra adentro. La hermosura del
paisaje se le metía en el alma, y si la contemplaba al través de varios vasos
de vino, suspiraba de ternura como un chiquillo». Hay en la confidencia que
Sangonera le hace a Tonet un atisbo de redención en la belleza. De Sangonera
nos reímos a lo largo de toda la novela; otras lo compadecemos; las más de las
veces censuramos su parasitismo y lo despreciamos. Por eso el lector se
sorprende y empieza a tomárselo en serio cuando, en medio de su peregrina
–aunque plausible– exhortación filosófica acerca de la legitimidad de la pereza
y de la ociosidad, Sangonera se estremece al evocar su éxtasis contemplativo.
La escena es bonita porque demuestra que la Belleza es capaz de calar en las
almas menos permeables a los accesos líricos, que su majestad somete incluso a aquellos
hombres en los que el terreno yermo de su propia degradación parece hacer
difícil la germinación de un solo sentimiento elevado.
Pero
hoy resulta difícil hallar en El Palmar –ni siquiera con una copa de vino de
más– las excelsitudes que la mirada asombrada de Sangonera evocaba en la
novela. El Palmar es ahora un inmenso comedor donde el turista solo parece
acudir para deglutir con afán de dominguero contumaz los arroces y el all i pebre que las decenas de
restaurantes ofrecen cada cuatro pasos. Pareciera que el cornudo Cañamèl, ya
que no con la adúltera Neleta, hubiera perpetuado su progenie en los taberneros
del lugar. Nada, en cambio de Literatura, salvo en los nombres de los negocios:
recuerdos al tío Paloma, a los redolins,
a la Sequiòta, pero ni unos míseros carteles, repartidos estratégicamente aquí
y allá, con algún extracto de la novela de Blasco Ibáñez que adornase con la
palabra la desolación de esta pedanía valenciana sometida al yugo de los
estómagos.
Los
paseos en barca por el lago, aunque ponen en contacto al viajero con la esencia
de la Albufera, pierden su prometedora sugestión: los motores de las barcas
ahogan el sonido de las cañas al atravesar los canales; la canción del agua,
estremecida antaño por el soñoliento movimiento de las perchas, queda apagada
por el moscardón de gasóleo, igual que los animales que pueblan su abigarrada
naturaleza. Aunque eso sí, la belleza del lago aturde y en su laberinto de
cañas y barro, un algo telúrico entronca con el animal que somos, capaz quizás
de ahogar a un bebé entre los carrizales.
Y yo, con el Arcipreste, «como só omne como otro,
pecador», también hube de los arroces gran sabor. Pero algo debo agradecerles.
Durante la pertinente siesta de después, tumbado sobre el regazo de Bea, cerca
de uno de los embarcaderos, en el tranco trasero de la casa sindical de
colonización, cierro los ojos y oigo el murmullo del viento cimbreando las
cañas. Y ya soy Blasco Ibáñez durmiendo en su barca durante su estancia en El
Palmar para escribir su novela. O soy Tonet –la mano de Bea revolviéndome el pelo–,
haciéndole el amor a Neleta en la oscuridad de la laguna. Para que el
sortilegio permanezca, conviene ver atardecer en el mirador de La Gola de
Pujol. O adentrarse en La Dehesa, donde Neleta y Tonet niños se extraviaron una
noche, pasándola abrazados, mientras a lo lejos se oían los embates del mar y,
quizás, el silbido de la culebra Sancha. Y es así como, al fin, me encarno en
el bueno de Sangonera y la Albufera y Blasco me llenan los ojos de gratitud.
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