No recordaba el final de Cañas y barro hasta que he vuelto a la
obra de Blasco con motivo de mi viaje a la Albufera. Cuando Tonet se suicida,
su padre Toni decide darle sepultura bajo el campo artificial que ha ido
construyendo sobre la laguna para convertirla en parcela cultivable de arroz.
Durante toda la novela asistimos a la lucha abnegada de Toni que, espuerta a
espuerta, trata de ahogar el agua indómita del lago para su propósito. Algunas
veces es el propio Tonet quien, en sus accesos de arrepentimiento y
respondiendo siempre a su conducta volátil, ayuda al padre a cargar la tierra.
Lo que el lector no sabe aún es que aquella tenacidad, que tiene algo de
obsesión y de locura, solo servirá para construir la fosa de Tonet; que cada
paletada de tierra sobre la Albufera no son más que los golpes de las azadas
que cavan su tumba; que el futuro arrozal, si llega a existir, será abonado por
el cuerpo putrefacto del hijo. Cuando descienden el cadáver al fondo de la
fosa, ésta aún rezuma el agua de la laguna, como símbolo de un doble fracaso
vital. Y finalmente, mientras, de espaldas, Toni rasga con su terrible lamento
la calma del amanecer, la Borda, besa la lívida cabeza de Tonet «osando, ante
el misterio de la muerte, revelar por primera vez el secreto de su vida», esto
es, su amor oculto. La Borda, que es un pobre personaje secundario, una
huérfana acogida por la familia de los Paloma a la que Blasco le dedica apenas
unas cuantas líneas en su libro, se erige así,
al final de la historia, en el centro de la novela. Magnífico.
Me gustan estos finales
efectistas, aunque alguien pueda tachar esta preferencia de fácilmente
impresionable. Una antigua amiga, dedicada a la música, condescendía con
desprecio cuando me emocionaba durante un concierto en el que la orquesta hacía
su crescendo de percusiones y
platillos. ¡Bendito lego era yo entonces! A veces creo que toda una novela
puede ser un simple redoble de tambores que preludia –tachaán– el glorioso
final. Asimismo, valoro mucho los remates de los capítulos, por mucho que
alguien pueda afearme mi gusto por lo folletinesco.
También son hermosos los
finales sencillos, plácidos, aquellos en los que la novela se va apagando poco
a poco como en un fundido a negro. O los finales abiertos, cuando al cerrar la
novela ésta sigue aún desarrollándose entre las cábalas del lector. Sin
embargo, son más olvidables. Nadie, en cambio, puede olvidar a Ana Ozores
desmayada en medio del inmenso espacio de la catedral de Vetusta; o las
palabras finales de Bernarda Alba sellando de silencio su casa; o las de Yerma,
que tras estrangular a su marido, dice con alaridos haber matado a su hijo. Hay
finales necesarios, como la muerte de don Quijote, cuya sobrevenida cordura
impide su razón de ser en el mundo (y evita más apócrifos como el de
Avellaneda). Y hay finales redentores, que permiten también nuestra propia
catarsis griega.
Cuando se llega al final de
un libro –no sé si a ustedes les pasa igual–, el ritmo de la lectura se
remansa. Uno ha leído la novela casi de corrido, pero cuando aparece la última
página, sujetamos la brida y leemos lentamente, como si fuera un responso, las
palabras que constituyen su epitafio. Es casi una cortesía ante el inmediato
tránsito del libro moribundo. Luego se cierra su cubierta y abrazamos sobre el
pecho al amigo que se ha ido. Y entonces somos también nosotros la Borda de
Blasco Ibáñez besando la cabellera de Tonet.
Los buenos comienzos nos impulsan a leer la novela, los buenos finales no nos dejan olvidarla.
ResponderEliminarExcelente artículo.