El regreso del curso escolar
aviva los rescoldos del debate pedagógico. Y como queriéndose sumar a la
encendida mesa redonda, también la ficción ha saltado a la palestra para ofrecer
su punto de vista, esta vez con el estreno de La directora, la nueva producción de Netflix protagonizada por
Sandra Oh.
Hace unos días, me topé en
las redes sociales con un comentario que sobre la serie había escrito Sergio
del Molino. El escritor resumía muy expresivamente la sinopsis de esta historia
como la de «un grupo de niñatos ensoberbecidos de mesianismo adolescente [que]
puede destrozar la vida de los académicos deslumbrantes que intentan meter en
sus impermeables molleras fanáticas algunos conocimientos y algunos hábitos de
pensamiento». Pero al rato alguien comentaba, al hilo de esa opinión, que la
serie también denunciaba la posición acomodaticia de algunos «profesaurios», reacios a cambiar sus rancios métodos de enseñanza. Estas opiniones
polarizadas tienen todo el sentido, pues también a mí me cuesta comprender cuál
es el posicionamiento de la serie, acaso porque sus guionistas se mueven en una
suerte de tibieza, prudencia o equidistancia para evitar ofender a alguien. En
cualquier caso, como cada uno arrima el ascua a su sardina, yo me siento más
cercano a la opinión del autor de La
España vacía. En uno de los capítulos, un alumno impertinente y cretino le
reprocha al profesor de Literatura que no mencione la condición de maltratador
de Herman Melville. Cuando el docente le recuerda que sus clases se centran en
la obra de los autores independientemente de sus conductas vitales más o menos
ejemplarizantes, el chico le rebate torticeramente que el profesor acaba de
citar la correspondencia de Melville con el también escritor Nathaniel Hawthorne
sin querer entender que ese pormenor biográfico solamente pretende enriquecer
el conocimiento estrictamente literario de su obra. Así es toda la vida
académica en la ficticia universidad de Pembroke: la asignatura de Literatura
Contemporánea pasa a llamarse «Modernismo y sexo» para incentivar las
matriculaciones; los cupos raciales mandan por encima de las capacidades del
profesorado a la hora de contratar a los docentes; en palabras del rector, los
alumnos solo quieren «producir» y exigen talleres de escritura, pero ninguno de
ellos se esfuerza en conocer a los grandes clásicos cuyo magisterio podría
inspirarles. Toda la educación pretende convertir a los estudiantes en siervos
del sistema productivo sin atender a que la enseñanza es, ante todo, curiosidad,
conocimiento y mero gusto por aprender. Las matrículas son en sí mismas un
negocio: se pretende jubilar a los profesores mejor renumerados que tengan
menos alumnos matriculados y se ofrecen cátedras de prestigio a personajes
mediáticos, aunque no tengan ni la más remota idea de lo que se cuece en un
aula desde sus tiempos de estudiantes. Los alumnos ostentan todo el poder,
protegidos por la institución, y evalúan a los profesores, vertiendo injurias e
insultos gratuitos sobre ellos desde el cómodo parapeto del anonimato. Un
profesor es expedientado porque nadie entre sus alumnos entendió su ironía
sobre el nazismo, y la única alumna que lo apoya lo hace porque desea que avale
una novela suya. La nueva pedagogía pretende enseñar literatura convirtiendo las
clases en jams raperas o haciéndoles
publicar a los alumnos en Twitter frases célebres de escritores (¡en la
universidad!). Cuando una de estas profesoras guays le reprocha a su veterano
colega que no vende bien sus clases, éste le contesta que él no enseña para
vender nada. Se pone en tela de juicio la vocación del viejo profesorado pero
la misma profesora happycrática descubre un sesudo libro de uno de estos
profesores dedicado a sus alumnos. Y en medio de todo este despropósito, no
compruebo ni una sola secuencia donde los alumnos estudien, adalides como son
de la cultura de la cancelación, que disfrazan de efervescencia revolucionaria
creyendo que se asemejan en algo a los estudiantes del 68. Entre tanto, el
conocimiento queda arrumbado al baúl de las cosas viejas. Qué quieren que les
diga, la ficticia Pembroke se parece bastante, y aterradoramente, a la
realidad.
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