«Volver a dónde», se pregunta
Muñoz Molina en el título de su nuevo libro. Y como sintiéndome interpelado, yo
respondo sin dudar: «volver a Muñoz Molina». Porque Muñoz Molina es casa y es
patria y es bandera. El lugar a donde volver siempre. Es esa «querencia» de la
que habla el propio escritor ubetense casi al final del libro cuando sus
lecturas de Galdós se convierten en el hábitat confortable y seguro en medio de
la pandemia.
Dediqué parte de este verano
a releer Ventanas de Manhattan
intuyendo que aquel libro de 2004 y el que se publica ahora iban a emparentar
en muchos aspectos. Aunque de naturaleza muy distinta, en ambos sobrevuela la
desgracia: el atentado del 11-S en aquel y la crisis sanitaria global en este.
Pero mientras que Ventanas de Manhattan
es un libro luminoso que se sobrepone al caos inconcebible de aquella tragedia
al amparo del arte y con una insobornable confianza en la vida y el futuro, Volver a dónde es un texto
desesperanzado que no cree ya en la sociedad ni en su redención. Y si el tono,
rayano en la misantropía, no alcanza al del hombre atrabiliario es porque
todavía descubre el autor reductos de resistencia en el admirable tesón de los
servidores públicos de trinchera o en el altruismo de tanta gente solícita ante
el desamparado y el vulnerable. Un bastión que, sin embargo, se antoja débil
ante la «gangrena política», la «bronca discordia española», la degradación del
sistema educativo, la rapiñería pandémica representada, por ejemplo, por los
«poetas galardonados [que] publican versos de urgencia bochornosos», cofrades de
lo que el autor llama el «colectivismo de la tontería positiva» o el
enseñoramiento masivo de la estupidez, de los que Muñoz Molina da buena cuenta
desde la perplejidad del hombre humanista, educado en la herencia del
pensamiento ilustrado.
La cotidianidad de la
pandemia descubre al autor, además, que otra forma de vivir es posible. La
Naturaleza hace su discreta epifanía entre las grietas de las aceras donde
vuelve a crecer la hierba; el canto de los gorriones llena el espacio; y el
silencio salutífero de la ciudad ejerce su influjo curativo sobre el espíritu.
La desescalada, en cambio, trae el «arboricidio municipal», los «adoradores del
motor explosivo», la «tribu de delincuentes acústicos», los atascos, la ira de
los cláxones, la prisa, los botellones. El libro transita entonces por el
discurso ecologista sin que su alegato caiga en el panfleto. En esta misma
línea, la suspensión de la vida permite tomar conciencia también de la
Literatura atemporal, aquella que si es de verdad, está «al margen de la moda y
de la actualidad, y de la celebridad pública, al margen de todos los
indicadores oficiales o académicos, o comerciales, que determinan el mérito».
Es por eso que, ante la
inconfesable amenaza de la nueva normalidad, el autor ya no mira al futuro y
prefiere instalarse en este presente suspendido o en el pasado. Cada vez más,
las alusiones a la pandemia van despareciendo o acortándose, y el libro se
vuelca en la rememoración de un tiempo periclitado del que la madre y él mismo
se erigen como últimos depositarios antes de su extinción definitiva. Esa
mirada al pasado construye una desmitificación de la nostalgia de la que bien
podrían tomar nota algunos acólitos del oportunismo disfrazado de literatura.
Porque si bien el pasado es el territorio blanco de la infancia, también es el
de la brutalidad, la aspereza y el primitivismo, aquel en el que el niño Muñoz
Molina es obligado a participar en la matanza del cerdo o que recibe el
desprecio por su falta de sangre para el durísimo trabajo hortícola; aquel que
recuerda la difícil vida de las mujeres y las tradiciones bárbaras y
despiadadas como aquella que procesionaba a los locos o tontos del pueblo sin
trabajadores sociales que los asistieran. En el buceo familiar, resulta
interesante la figura del padre, con quien se mantiene una relación
ambivalente.
Respecto al estilo, el
carácter testimonial del Muñoz Molina observador da lugar a un fraseo sin
volutas, que solo vuelven a aparecer en los capítulos evocadores. Abundan las
repeticiones, que dan una sensación de circularidad, tan a propósito para el
tiempo detenido de los días iguales del confinamiento. Hay maravillosos accesos
líricos en algunos pasajes, como el que describe la escritura a pluma, o aquellos
capítulos donde se contempla la luna y el cielo estrellado. Por no hablar del
hermosísimo final, ese al que el lector no desea llegar nunca porque, tras su
lectura, uno debe volver y ya no sabe a dónde.
Disculpe. Este comentario no es para que me lo publique, sino para advertirle de que hay una pequeña errata donde pone "servidores púbicos". Un saludo.
ResponderEliminarQué buena reseña! ya tenía el libro y ganas de leerlo pero ahora muchas más.
ResponderEliminarExcelente. Gracias!
Errata corregida. Gracias
ResponderEliminarSandra, me alegro de que la reseña pueda aún más espolear tu ánimo para leer al maestro.