CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 18 de octubre de 2021

547. Shakespeare a lo gore



 

Se dice que Tito Andrónico es la tragedia más violenta de Shakespeare, pues en ella se producen varios asesinatos, mutilaciones y una violación. La compañía Teatro del Noctámbulo presenta una nueva actualización de esta tragedia del horror y de la venganza. Avalada por siete nominaciones a los premios Max de 2019, sigue pisando con fuerza los escenarios de la mano de Nando López y A. C. Guijosa como adaptador y director respectivamente.

Tito Andrónico es un general que regresa victorioso a Roma tras diez años de guerra, deseoso de disfrutar de una vida tranquila y de la compañía de sus cinco hijos que siguen vivos. Ha conseguido un valioso “botín”: la reina goda Tamora y sus tres vástagos. El personaje de Tito Andrónico representa la degeneración de un hombre virtuoso, honorable y leal que, por una acumulación de errores, acaba degradándose y haciendo de la violencia y de la venganza el único sentido de su existencia. Su primera equivocación será negarle a Tamora la clemencia que ella implora para su hijo Alarbo. En una escena con claras reminiscencias a la Ilíada, asistimos a las súplicas de la reina goda a un altivo Tito que, lejos de mostrar la piedad que sí tuvo Aquiles hacia el anciano Príamo al entregarle el cadáver de Héctor, opta por cumplir con la tradición romana según la cual había que matar a uno de los prisioneros para dar reposo a las almas de quienes habían fallecido en el campo de batalla. Tamora y su prole se convertirán en sus enemigos  acérrimos. La venganza y la muerte irrumpen en escena, pues, desde el inicio de la tragedia y toda la acción girará en torno a ellas. El segundo error de Tito es que anula el compromiso matrimonial de su querida Lavinia con Bassiano, hermano de Saturnino -a quien ha apoyado para que sea el nuevo emperador de Roma-. Esta decisión provoca que sus hijos varones defiendan a Lavinia y a Bassiano, lo que desata la ira del progenitor, quien asesina a su hijo Mucio tras ver cuestionada su autoridad paterna. Nuevo yerro que agrava más la vertiginosa caída a los infiernos que está experimentando Tito y que culminará con la brutal mutilación y la violación de su hija Lavinia y con la muerte de otro de sus hijos. Todos ellos serán víctimas de los engaños de los godos. La trama se sigue enrevesando y entre los personajes se van tejiendo hilos de agresiones,  de muerte y de atrocidades que tienen como denominador común la venganza unida a las más cruel violencia. En ningún caso se recurre a los cauces legales, sino que los personajes son poseídos por una agresividad casi animal e irracional en muchos casos.

En general, el elenco hace una buena interpretación. Destaca la escena en la que Lavinia es ultrajada tras haberle arrancado la lengua y haberle seccionado las manos. Lucía Fuengallego hace gala de una expresividad y de una gesticulación espeluznantes. Brillantes son también el estado de enajenación que padece Tito (J. V. Moirón) y que va in crescendo hasta culminar con la macabra cena que le prepara a Tamora o las artimañas de Aarón (I. Ugalde), amante de la reina goda, que encarna el germen del celebérrimo Yago de Otelo; así como la onírica escena en la que Tamora (C. Mayordomo) -en quien se intuyen ya rasgos de Lady Macbeth- le hace creer a Tito que es la Venganza personificada. Ahora bien, esta nueva actualización de Tito Andrónico presenta algunos puntos no tan acertados, como ciertos toques de humor en momentos clave que se perciben como forzados e innecesarios. Es poco probable que Shakespeare pretendiera provocar la risa en los espectadores cuando Tito y otros personajes están decidiendo quién se cortará una mano para salvar a uno de sus hijos, por ejemplo. Y es que esta tragedia se presenta en estado puro, sin resquicios para el alivio curativo de la sonrisa. Aquí se impone un torrente circular de sangre y muertes (quizás en exceso, lo que puede hacer que el espectador se insensibilice ante tantos horrores). Tampoco parece muy acertado el uso de pistolas, un toque de modernización que resulta innecesario. La tragedia canónica no precisa de actualizaciones, pues trasciende a los siglos y es capaz de producir efectos catárticos en espectadores de todos los tiempos.

En definitiva, resulta interesante ver esta nueva propuesta de la que fue la primera tragedia de Shakespeare porque en ella ya se van perfilando algunos de los que serán los grandes temas de su producción dramática y porque nos ofrece una interesante reflexión sobre la venganza y la violencia extremas.

lunes, 11 de octubre de 2021

546. Saber mirar

 


Algunas lecturas de urgencia hicieron que postergara para ocasión más propicia el último libro del albaceteño José Juan Morcillo. Durante ese lapso de tiempo apareció el último libro de mi idolatrado Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde que, como se sabe, también recoge su experiencia de observador avezado durante el confinamiento. Tras la lectura de la obra del escritor ubetense, me puse, ahora sí, con el libro de Morcillo. Y cuál es mi satisfacción cuando, al leer este Diario de un confinado y otras estampas, hallo –en estilo, tono y asuntos– llamativas similitudes que lo hacen emparentar muy estrechamente con el libro de Muñoz Molina. Y no me refiero a ese tipo de coincidencias previsibles derivadas, al fin y al cabo, de la experiencia común de un confinamiento global. No. Me refiero a ese cedazo intelectual en el que se tamizan la mirada ética y estética del humanista, la prosa cadenciosa y preciosista –pero con enjundia– del literato, y un posicionamiento moral que determina una forma de ser y de estar en el mundo. En realidad, estoy ponderando la calidad del libro de Morcillo por partida doble. En primer lugar, por ese parentesco con un escritor al que admiro tanto; y en segundo, y más importante, porque todo lo que Muñoz Molina dice en su libro, Morcillo ya lo había dicho antes –y a veces mejor– que el autor de Úbeda. Ya que José Juan no publica su texto en un sello gigantesco como Seix Barral, concedámosle al menos, tanto al autor como al buen hacer de Chamán Ediciones, la prebenda y la íntima satisfacción de haberlo escrito primero.

Siempre he tenido mis reservas acerca de la literatura del confinamiento. Creo que para escribir sobre ese asunto, hace falta una distancia temporal que permita afrontar aquella experiencia con cierta perspectiva, alejados del hartazgo al que nos tiene aún sometidos la crisis sanitaria. De lo contrario, se puede caer en el tópico, en las imágenes manidas y hasta en ese uso del nuevo vocabulario pandémico que, desgastado por la prosaica cotidianidad, huele ya a rancio pasado un año. Pero también reconozco que todos esos prejuicios han desaparecido cuando he leído el libro de Morcillo. Lo que demuestra que hasta el tema menos estimulante puede alcanzar cotas literarias de calidad si se tiene el oficio, los mimbres y la sensibilidad adecuados. De tal manera que importa mucho menos la pandemia per se, que la mirada particular y singularísima que se proyecta sobre la pandemia. Los textos del diario se acompañan, además, de las sugestivas ilustraciones con que José María Nieto, humorista gráfico de ABC, acompaña los textos del autor, con una complicidad casi simbiótica.

Así es que sí: por este libro desfilan los policías de balcón y los vecinos convertidos en consumados epidemiólogos y el languidecimiento resignado de los aplausos de las ocho y los que hicieron negocio alquilando perros para los paseos o confeccionando mascarillas a la moda y las panaderías donde nadie mira a nadie y las calles vacías. Pero también la constatación de que la pandemia nos ha revelado que otro mundo es posible: aquel en el que el silencio es un valor añadido, aquel en el que la Naturaleza vuelve a enseñorearse del asfalto que la aniquiló, aquel en el que la sociedad civil es solidaria y se valoran los servicios públicos. Tanto es así, que por el libro se desliza casi un deseo inconfesable de demorar la desescalada y la nueva normalidad cuando el autor se reencuentra con las «pesadas cadenas del tráfago, del ruido, de las prisas […]» y se somete a «la tiranía absurda del reloj» para volver a «la prisión de la cotidianidad» (también los artículos de la segunda parte). El servicio municipal de limpieza del ayuntamiento vierte herbicidas sobre la plantas que han nacido gracias a la ausencia de humanos en las calles (el «arboricidio municipal» lo llama Muñoz Molina) y la irresponsabilidad y el incivismo vuelven a instaurarse como una plaga que se desperezase tras su letargo.

Especialmente interesante son las referencias literarias que Morcillo vierte en su libro y que conforman una bibliografía de su resistencia y salvación durante el confinamiento. Es la ventaja de la estirpe de los lectores en tiempos pandémicos: Años y leguas, de Gabriel Miró; La Regenta de Clarín; José Luis Aldecoa; alusiones a San Juan de la Cruz (otro confinado) o al espíritu crítico e ilustrado de Larra. Lecturas cuyas influencias hablan del tipo de literatura y de estilo literario que defiende Morcillo y de las que, como no puede ser de otra manera, se apropia él también para su propia escritura. Y siempre acompañando estas referencias con pequeñas reseñas que sacan a la palestra al filólogo y al enamorado de la literatura que, una vez más, nos salva de los peores trances, como el que desgraciadamente hemos tenido que vivir.

Pero en esta primera parte del libro caben también reflexiones sobre pedagogía, pequeñas píldoras de humor, consideraciones sobre el tiempo subjetivo, la oportunidad malograda de muchos jóvenes para la sana introspección y el ejemplo de muchos otros que, con su conducta, han dado un verdadera lección de civismo a otros tantos adultos.

Todo lo antedicho vale igualmente para la segunda parte del libro, 35 «estampas» escritas por Morcillo en su columna de La Tribuna de Albacete, que apresan retazos de cotidianidad de la que el libro pretende ser un canto y cuya prosa, siempre rayana en el lirismo, pide, como advierte el autor en el prólogo, una lectura remansada, morosa y atenta a los matices del lenguaje. Muchas de esas estampas, preciosas en su delicadeza, tienen también el encanto de un adanismo casi entrañable, escritas como están pocos meses antes del advenimiento de la tragedia.

Dice el escritor José Manuel Benítez Ariza, crítico literario de El Cultural de El Mundo, que el libro de José Juan «es esa clase de libros que, si los encontrara uno dentro de cincuenta años en una librería de viejo, no dejaría de comprar, porque son de los que guardan intacto el aire del tiempo en el que se escribieron». Yo añadiría, que además de ese aire particular de una época, José Juan consigue trascender el carácter sincrónico de su relato para convertirlo también en depositario de lo universal: la vulnerabilidad humana y la inevitable relación de los hombres de todas las épocas con la desgracia, el asombro y la perplejidad, son constantes que difuminan los vórtices del tiempo y la imparable sucesión de las generaciones. Como lo es también su salvación, al amparo del arte, del que José Juan Morcillo nos ha regalado con este libro un pedacito de su redención.

lunes, 4 de octubre de 2021

545. Literatura contra el monstruo

 


Afirmar que el nuevo libro de Eduardo Boix es un espeluznante catálogo de la abyección humana resulta tan cierto como simplificador. Efectivamente, por las páginas de La estirpe (Ediciones del Viento), desfilan algunos de los personajes más abominables del crimen moderno, un atroz inventario de la monstruosidad a cuya infame nómina se adscriben nombres y apellidos que en el imaginario colectivo han perdido ya su motivación onomástica para convertirse, con solo invocarlos, en alegorías del mal. Pero con ser cierto todo eso, pronto descubrimos que el autor trasciende su objetivo inicial para regalarnos una suerte de miscelánea literaria en consonancia con ese desdibujamiento del género narrativo, tan en boga en la literatura actual, donde el hibridismo es piedra angular. Así, el libro resulta un conglomerado edificado desde el ensayo, la crónica periodística y la evocación lírica, sin olvidarse de los recursos narrativos al servicio de una psuedotrama argumental –la búsqueda de la esencia de la monstruosidad– en la que Boix, con el oficio del novelista, va retrasando la revelación de su monstruo personal, a quien conoceremos ya al final de la lectura. Las continuas digresiones, que a veces parecen apartarse del tema central, adentran al lector en un laberinto aparentemente caótico donde una idea alimenta a otra construyendo una prosa orgánica que crece como un bosque silvestre hasta que hallamos de nuevo las migas de pan que nos conducen al claro. El lector, sin embargo, acepta con gusto el envite y se deja llevar por el flujo de las palabras sin importarle el zarandeo con que Boix nos gobierna.

El primer capítulo está dedicado a la madre como generadora de vida, alma nutricia y protectora. Boix realiza un repaso antropológico por las manifestaciones culturales de la idea de madre y así aparecen la Venus de Willendorf, la Amalurra vasca, las clásicas Isis, Gea y Cibeles; la Mama Pacha andina o el ritual del tamezcal. Pareciera que en este prefacio del libro, Boix hubiera querido conjurar la protección de estas divinidades tutelares para contrarrestar la amenaza ominosa de los monstruos que van a aparecer ya en el segundo capítulo. Algo así como aquellas invocaciones de los poetas homéricos. Pero ni siquiera las madres pueden contra los leviatanes del mal y pronto recorren el libro los primeros monstruos, los representantes de la violencia vicaria, ese marbete que desgraciadamente hemos tenido que aprender. Preciosa es la imagen de la abuela de Boix al descubrir la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano: «una piedad enfrente de otra», madres reconociéndose en el dolor de un hijo violentamente arrebatado por un sanedrín, pero también por un José Bretón o un Romand. Otros monstruos completarán la galería de los horrores y se imbricarán en la vida del autor: Ricardo Barreda, a cuyos familiares Boix llega a conocer durante una convalecencia en el hospital y que le permite una sugestiva reflexión sobre la carga de los apellidos, esa «poética del arraigo» que marca para bien o para mal a sus descendientes;  o los criminales de guerra nazis afincados en España, como Otto Skorzeny, con el que el autor cree haber coincidido en Denia. Quizás ese coqueteo con el monstruo es que le condujo al suyo propio, a quien no nombraremos aquí porque «las cosas que no nombras no existen». Y así es también que la modernidad de unas Olimpiadas nada pueden en Alcàsser o Puerto Hurraco, residuos de una España negra obstinada en no desaparecer.

El libro está lleno de consideraciones trufadas de referencias literarias y cinematográficas. Especialmente interesante es aquella que coloca a la oralidad y el cuento tradicional como depositarios del monstruo universal y también de su advertencia. En el aberrante catálogo caben asimismo los monstruos incorpóreos. Primo Levi –especula el autor– se suicidó quizás porque se sentía culpable por sobrevivir a los campos de exterminio. La culpa y el suicidio, monstruos también, y como descubrirá el lector, muy vinculados a las vicisitudes vitales del propio Boix. Y una inquietante coda final: « Mi monstruo soy yo», remata el autor en la última frase del libro. Pero, afortunadamente, la Literatura nos salva de nosotros mismos. Y yo espero y deseo que también haya salvado a Eduardo Boix.