A los que nos dedicamos a hablar
de Literatura no nos resulta sencillo reseñar libros como el que hoy nos ocupa.
Con los pies por delante, de Carles
Canals, recoge veintidós breves reflexiones que son, a la vez, veintidós hermosísimas
despedidas de alguien –el propio Carles– que en el fondo se sabe desahuciado de
la vida tras recibir el diagnóstico de un cáncer de páncreas. El diario,
alojado previamente en un blog y ahora rescatado del limbo digital para la
venerabilidad del libro por la editorial Sloper, es un testimonio lúcido e
inteligente, a veces cruel, otras
divertido, y nunca victimista de los últimos tres meses de vida del
polifacético periodista mallorquín.
Decía al principio que no
resulta fácil abordar desde la crítica literaria libros como este; uno se
siente algo imbécil y pretencioso aplicando el escalpelo cuando el contenido
del texto que analiza trasciende toda consideración academicista, y los juicios
literarios se antojan extemporáneos y hasta impertinentes ante la terrible y
palmaria realidad vital que se impone durante su acongojada lectura. Y no
obstante, el libro de Carles Canals es una joyita literaria, lamentablemente
inconclusa, cuya calidad artística no pasa desapercibida ni siquiera cuando
uno, respetuosamente, decide que se va a quitar las gafas del crítico. Porque
si es abrumadora su verdad experiencial, también lo es su verdad literaria,
nunca menoscabada por el presumible y disculpable patetismo de quien está
contando su muerte. Y es que en el libro de Canals, si algo no hay, es
justamente patetismo ni autocompasión. Canals sujeta con admirable prestanza la
brida de su desolación y sus textos nunca caen en el morbo fácil ni en el
sensacionalismo. Hay en todo momento una conciencia clara del ejercicio de la
escritura, de los resortes narrativos, y aunque –como decíamos– nadie le
hubiera reprochado al autor algún acceso dramático, Canals siempre antepone su
oficio como escritor o, al menos, lo tiene muy presente. Incluso en el pasaje
más emotivo del libro, que para mí es aquel en el que la medicación le hace
perder a Carles el sentido del tacto y no puede, por tanto, sentir la piel de
Pepi, su mujer, al abrazarla (lo que no deja de ser otra forma de muerte),
incluso ahí -–digo– con todo su riesgo sentimental, se me antoja el pasaje una
de las más bellas y tristes declaraciones de amor a las que yo haya asistido en
la literatura últimamente.
Por el libro desfilan el humor
negro, la crítica social, la generosidad en medio del dolor propio, la
esperanza en la vida exprimida con pundonor hasta el último momento, el amor al
arte y tantos otros detalles emocionantes escritos con titánico esfuerzo sobre
un teclado de madrugada cuando los dedos ya no atinan sobre las teclas.
Dice la nota final del libro
que en el momento de la muerte de Canals sonaba en la habitación la Séptima Sinfonía de Bruckner. Se dice
que el músico austríaco compuso el tema principal del Adagio al conocer que su maestro Wagner agonizaba en Venecia,
introduciendo como homenaje las tubas wagnerianas usadas durante el lamento
fúnebre. Cuando Bruckner murió se inscribió en el pedestal de su tumba la frase
final de su Tedeum «Nunca estaré
perdido». Este libro que edita ahora Román Piña es esa tuba wagneriana y es
también ese hermoso epitafio de amistad del túmulo de Bruckner.
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