Leer a Luis Rodríguez es,
ante todo, una experiencia literaria inmersiva en la que el lector paciente y
desprejuiciado debe aceptar el envite de dejarse extraviar por entre las
galerías laberínticas de su prosa, liberarse del prurito academicista que le
exige querer entenderlo absolutamente todo, y transitar por las páginas del
libro asumiendo el desconcierto gozoso de quien habita el no-tiempo de una
literatura miscelánea que se explica per
se, una propuesta autorreferencial que se retroalimenta y que trasciende
cualquier intento de clasificación genérica porque ella es en sí misma un
género literario.
Mira que eres
(Editorial Candaya), el último trabajo del escritor cántabro, confirma la
arriesgada audacia de nuestra consideración de marras. Pero si, pese a todo, el
lector necesitase asideros, quizás conviniera primero leer el libro de Luis
Rodríguez como el tratado poético que también es y tal vez entonces quedarían
desveladas algunas de sus motivaciones. Si adoptamos esta modalidad de lectura,
hallaremos repartidos aquí y allá retazos metaliterarios que, una vez unidos,
conformarán el compendio del credo artístico del autor e iluminarán algo el
camino. Así, para Rodríguez, «escribir es desatar el nudo», desenquistar aquel
conflicto emocional, explicarlo y darle salida y carta de naturaleza. También
leer a Luis Rodríguez es, en cierta medida, desatar un nudo. Hay en el libro
una defensa de la ficción y hasta de la exageración que prima por encima de la
verdad empírica o de los fundamentos supuestamente lógicos: el pacto de ficción
y el disfrute de la belleza valen más que la impertinencia extemporánea del
positivismo. Lo que no es negociable es la autenticidad, nacida del mismo
tuétano de la experiencia creadora. Hay también una fe en la oscuridad como
paso previo al conocimiento, al estilo de la mística sanjuanista, lo que
explicaría el relativo hermetismo del libro: solo de noche se ven las
estrellas. También se reflexiona sobre la tiranía de la mercadotecnia
adocenadora o sobre el lector, al que el proceso creador no tiene en cuenta
pero al que se le invita a formar parte activa del reto intelectual. El libro,
que es un gran palimpsesto, trufado de referencias literarias explícitas o
implícitas, es también una celebración del milagro de la intertextualidad.
El débil hilo argumental (la
búsqueda del personaje biografiado en el libro) parece solo erigirse como el
pretexto para el encuentro fortuito con otros personajes que conformarán un
muestrario muy singular de caracteres e historias peregrinas: pasados turbios o
misteriosos, vacío existencial, carencias afectivas y empáticas, desnortados y
abúlicos, los personajes de Mira quién
eres visitan velatorios de desconocidos para «reflexionar sobre lo
efímero», sueñan con sus propios entierros, guardan en una cajita los pelos del
aborto del padre violador, tallan en madera escenas de la Última Cena con los
rostros de los compradores en las caras de los apóstoles y un largo etcétera. A
veces se difuminan las fronteras entre los personajes, que parecen cederse el
testigo de sus roles identitarios y aspiran siempre a ser otros (no es baladí
la alusión a Pessoa o a Sá Carneiro), como Manuel, que asume los papeles de los
personajes que como actor le toca representar en el teatro, o como aquel preso
de los campos de exterminio, que para librarse de la culpa de su supervivencia,
asume ser un oficial nazi. Junto a sus historias, abundan las reflexiones
metafísicas que jalonan toda la lectura: la mirada ajena como ontología;
habitar el error como ideal de vida; la culpa; el suicidio; el pasado como
ficción. Y todo ello dispuesto a través de una estructura sorprendente y
original que, no obstante, no desdeña la tradición (toda vanguardia que se
precie debiera cumplir con esa premisa) como cuando se utiliza el tópico del
manuscrito encontrado (tampoco es casual la alusión a Cide Hamete Benengeli)
para fabricar los mimbres del relato. Una fiesta de la Literatura de la que,
una vez ha amanecido, salimos ebrios –las guirnaldas ondeando todavía con el
relente de la mañana– y un poco melancólicos y nostálgicos por el destierro
sobrevenido tras la última página.
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