Siento por las presentaciones
de libros una contradicción extraña. Por un lado resultan necesarias para la
puesta de largo de una obra, para su saludo entre las sociedad lectora, que
acude, como en un ritual, al bautismo de la nueva criatura y acompaña al padre
en la celebración. A veces se usan, de forma retórica, esos términos de corte
religioso para referirse a este tipo de actos. Así, se dice que tal o cual
presentador oficiará la ceremonia;
que el poeta salmodió sus versos para
la feligresía literaria y que los
asistentes, en esos templos de la
literatura que son las librerías, comulgaron
con la oblea del papel. Y hasta
la compra del libro se antoja comprometedora, como cuando el monaguillo pasa el
cepillo al terminar la misa. Y así, aquella presentación queda revestida de
cierta solemne formalidad que quiere legitimar lo que en realidad es: una
transacción comercial. Porque, durante las presentaciones de libros, no puedo
dejar de pensar que toda esa puesta en escena no deja de ser un ejercicio
mercantilista donde el escritor debe seducir cual mercader bereber al público
asistente, ardid del que también participa el presentador, ese hombre que
pasaba casualmente por allí y que leyó el libro y que quedó maravillado y
extasiado y alguna hipérbole más. Una presentación es, a veces (concedamos que
no siempre), la solapilla o la contracubierta o la faja de los libros hechas
teatro vivo. Y claro que las editoriales tienen que vivir y las librería que
ceden su espacio deben facturar, pero para determinado escritor, para quien la
literatura lo es todo excepto un negocio, debe de resultar bastante incómodo
formar parte del bazar. Y si accede es, ante todo, porque la literatura es un
acto de comunicación y el que escribe aspira siempre a poder comunicarse.
Por supuesto, en esto de las
presentaciones hay honrosas excepciones. Pero donde nunca habrá trampa ni
cartón es en los clubes de lectura. Allí no hay ya que convencer a nadie para
que compre tu libro; todos lo han comprado por voluntad propia y sin más
intermediario que el boca-oreja, la curiosidad o, si la carrera del escritor es
dilatada, la lealtad de quien apuesta sobre seguro. En los clubes de lectura
hablan, sobre todo, los lectores. Allí se permite el agasajo y la
impertinencia; el halago y el escarnio público; el pudor y el huroneo morboso.
Se puede ser bondadoso o maleducado. Pero se habla de hechos consumados, los
recogidos en las páginas del libro del que se debate. Y como cada lector es un
mundo, y la inteligencia y la sensibilidad admiten en ese foro muchas y
variopintas capas de permeabilidad, aparecen en las interpretaciones hallazgos
inesperados, perspectivas nunca imaginadas por el propio escritor, alternativas
argumentales inspiradoras, críticas constructivas que ayudan a mejorar y, sobre
todo, el cariño y la complicidad de ese conciliábulo de letraheridos que se
reconocen en su pasión por la lectura y que convierten esos actos en un
ejercicio de camaradería duradera. El escritor ya no se siente en la obligación
de convencer ni de defender su proyecto literario sino que participa como uno
más de la discusión, casi como si hablara de un libro ajeno, un libro que ha
escrito otro (los libros siempre los escribe El Otro) y descubre complacido,
cómo su protagonismo mengua, en beneficio de la obra. Allí la única transacción
que existe es la de las ideas y la de las palabras y, si se tercia, la de unos
vinos que desaten la lengua. Un club de lectura es siempre algo más que un club
de lectura. Tiene vocación de hogar.
A Arturo Espinosa gran maestre de la masonería de
todos los clubes de lectura.
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