La editorial Impedimeneta
anda ya por la sexta edición de El
Ruletista desde que en 2010 decidiera recuperar este relato corto semi
inédito de Mircea Cǎrtǎrescu. El cuento formaba parte de un volumen mayor
titulado El sueño, y fue publicado en
1989, aunque no superó la censura comunista y el autor rumano tuvo que
transigir con la mutilación del libro, poda que suprimió completamente ese
relato y parte de los otros que integraban la obra. Hubo que esperar a 1993
para ver publicado el libro completo, esta vez con el título de Nostalgia. Pero de la intrahistoria de El Ruletista y del libro de cuentos
donde acabó inserto puede dar mejor cuenta su traductora, Marian Ochoa de
Eribe, autora también del pequeño estudio preliminar que abre la edición de
Impedimenta.
A mí me interesa más bucear
por las causas que han contribuido a que ese cuento haya seguido reeditándose
casi ininterrumpidamente durante una década. Más allá de la lealtad de los
lectores de Cǎrtǎrescu
y de la socorrida brevedad del librito, hay en El Ruletista un magnetismo que se parece mucho al que ejerce el
innominado protagonista del relato. El llamado Ruletista, con el que el
narrador dice haber tenido una irregular relación de amistad desde la infancia,
decide superar sus penurias económicas prestándose al ritual de la ruleta rusa,
de cuyo trance sale siempre milagrosamente indemne. Tanta es la suerte que
acompaña al incauto, que llega un momento en que decide ir incorporando más
balas al tambor del revólver hasta cargarlo por completo con los seis cartuchos.
Cǎrtǎrescu describe, con un gran dominio
de la atmósfera, la sordidez de los conciliábulos y sus protocolos, y denuncia,
aunque veladamente, la ociosidad de la clase acomodada, que disfruta de forma
insana con el morbo de esa ceremonia trágico-lúdica apostando su dinero a costa
de la vida de vagabundos harapientos y demás parias de la sociedad. Pero es el
ruletista en cuestión quien acapara toda nuestra atención. Cuando las ganancias
de las apuestas han conseguido paliar sus urgencias monetarias y, por lo tanto,
hacen innecesaria ya su participación en la macabra liturgia, el protagonista
sigue jugándose la vida asumiendo cada vez más riesgos y convirtiendo el acto
en un espectáculo que aliña con todo tipo de sofisticadas performances. En realidad, detrás de esa actitud enfermiza subyace
la radicalidad metafísica que el coqueteo con la muerte exacerba hasta diluir
la frontera entre ser y no ser, de acuerdo con la tendencia onirista de la
literatura rumana de los 80 que incorporaba el sueño como simbionte de la vida
hasta confundirse con ella, premisa filosófica que, por otro lado, ya había
cultivado, entre otros, Calderón en nuestro teatro áureo. Durante el relato, se
intercalan reflexiones metaliterarias del narrador, un exitoso escritor ya
anciano, insatisfecho de su balance literario y que parece cifrar su
inmortalidad en la narración de este cuento postrero, igual que el protagonista
desafía también la lógica de la vida, agrandando la leyenda de su gesta para
alcanzar la inmortalidad incluso en la muerte. El sesgo de la literatura
onirista llega aquí a su culmen al asumir el narrador su condición de ente de
ficción dentro del relato (a la manera de Unamuno en Niebla), condición en la que fía su eternidad, pues se obrará su
resurrección cada vez que el lector se acerque a su historia y le insufle de
nuevo de vida. De tal manera, que la inmortalidad legendaria del ruletista y su
éxito en la memoria colectiva de los lectores está unida a la propia
inmortalidad del narrador: un canto a la posteridad merced a la Literatura. La
última bala del cartucho.
A Ana Robles, que vació el tambor del
revólver cuando yo era un ruletista y la vida, una ruleta rusa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu opinión