Resulta difícil expresar con
palabras la sobrecogedora belleza de La
muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para
cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que
procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión,
quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de
humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras
cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la
sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la
excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun
Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción
que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción
al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una
esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la
divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los
bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta
idea.
La pieza de Schubert, como se
sabe, está basada en un lied cuyo
tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el
fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con
traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas
–la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de
ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He
aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad
erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi
lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten
opuestos e iguales a la vez, herencia de
la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la
muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás
de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una
función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas,
a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos
desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas
parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al
igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En
la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco
–la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero
pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y
atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus
trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto,
una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una
respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos,
contribuye al crescendo de la
tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza
de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las
danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido,
parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del
muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a
su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en
la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus
brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su
compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la
muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno
ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen
lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán,
como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más
terrible y lo más bello de nuestra condición.