Creo honestamente que la última novela del escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa ha llegado para constituirse en uno de los grandes hitos de la literatura hispanoamericana y, en general, de la literatura escrita en lengua española. Y esto es así porque en El libro de nuestras ausencias (Candaya) se aúnan los dos requisitos que convierten a una obra en un clásico moderno. En primer lugar, porque aborda un tema importante, de interés general, duradero en el tiempo y universal, como es el drama de las desapariciones en el norte de México, que en aquel país se ha convertido ya en un mal sistémico. Alguien podría argumentar que justamente el localismo del asunto podría vulnerar el concepto de universalidad que antes mencionábamos, pero, por desgracia, esa tragedia es una lacra que sufren también otros países y, en cualquier caso, el inmenso dolor, el terrible desgarramiento que sienten las familias no entienden de nacionalidades. Pero donde no hay discusión alguna es respecto al segundo requisito, esto es, la potentísima, magistral y deslumbrante propuesta estrictamente literaria, tanto desde el punto de vista estructural como por el uso del lenguaje, que plantea el autor. Se trata de un discurso roto, quebrado, desmembrado, una prosa que podríamos llamar «desquiciada», tomando el vocablo desde sus dos matices semánticos, el de la locura, pero también el que apunta a «fuera del quicio», donde se alteran los goznes de la prosa convencional; el propio Ruiz Sosa declara en el prólogo del libro que «México es un país esquizofrénico» y algo de esa esquizofrenia hay en la prosa del autor, que a mí me ha recordado a las páginas alucinadas de José Donoso en El obsceno pájaro de la noche y, en ocasiones, a Juan Rulfo, porque las voces y los cuerpos que no están es el grito de su misma ausencia quien acaba corporeizándolos, y eso es Pedro Páramo. Y es que este libro no podía escribirse de otro modo. Ruiz Sosa podría haber escrito una crónica de las desapariciones en México desde una narratividad canónica. Pero las situaciones que viven los personajes (y la situación real de México) desafían hasta tal punto los límites de la cordura, que, como alguien ha dicho en otro sitio, parece que es el propio dolor quien habla desde su lirismo elegíaco. Y no obstante, hay en toda la novela un intento desesperado por recomponer la fractura, por suturar la herida. Así, las sugestivas elipsis (tan a propósito para el trasunto de las desapariciones) van poco a poco llenándose hasta cobrar sentido y llenar los vacíos, y hasta el propio lenguaje participa de la sutura cuando las palabras se aglutinan unas a otras, engrudando sus sílabas a paletadas de cemento. Si Orsina desaparece, se le crea una muñeca que hace las veces del cadáver en un funeral en efigie; y hasta los espacios agónicos se reinventan para no desaparecer, como esa imprenta que se convierte en templo expiatorio a donde acuden las víctimas para hallar, en feligresía, la confortación que necesitan, los retratos de los desaparecidos colmando las paredes como exvotos. La imprenta fabrica láminas a tamaño real de los ausentes porque un cadáver puede dar sombra, pero los ausentes ni eso siquiera.
Los pasajes en los que se
describe sin ambages el drama de las desapariciones cortan la respiración. El
mural donde se apilan las fotos de las personas desaparecidas es descrito como
una fosa vertical, donde unas fotos van superponiéndose a otras, porque no
caben ya en el muro y entonces esas fotos que quedan sepultadas debajo de las
nuevas sufren una segunda desaparición, una segunda condena del olvido. Teoría
Ponce, que es amiga de Orsina, recoge esas fotos para crear con todas
ellas un mural donde reconstruir el rostro de su amiga, de modo que Orsina se
convierte en una alegoría de los desparecidos. Durísimos son también los
pasajes en los que los familiares se acercan al depósito de cadáveres, donde se
hacinan los muertos casi de cualquier manera, y se debaten entre el deseo de
que estén y de que no estén a la vez allí sus seres queridos. O los pasajes de las
llamadas rastreadoras, que descubren las fosas, con la incomodidad que eso
produce en las autoridades, algunas de ellas conchabadas con los asesinos (ese
es otro tema, el de la corrupción institucional), y que comprueban los huesos
petrificados de los cadáveres para distinguirlos de las piedras: «y se ponían
sobre la lengua lo que encontraban; si nomás se moja, es piedra, si se pega a
la lengua, es hueso; si es hueso, es un hijo; o es alguien». Los muertos en el
tanatorio sin refrigeración son muertos sin nombre que se cuecen. En frente,
una industria cárnica mantiene a los pollos congelados. Un huracán convierte el
depósito en un lugar dantesco. Los huracanes tienen nombre, los muertos, no.
¿Y si toda la historia de violencia que vive México hallara su explicación en el carácter telúrico de la tierra misma? Esa es una de las tesis del autor. Por eso la figura final del personaje histórico, Gálvez, Visitador de la Nueva España durante el siglo XVIII que cometió todo tipo de tropelías contra los indígenas del norte de México (el pie negro del escudo de Sinaloa timbrando este estrato de la tierra y las fosas mismas ratificando su contrato de muerte con ella; escribiendo el libro de nuestras ausencias).
Donoso y Rulfo... ¡Casi nadie al aparato! ¡Tomo nota!
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