El Diccionario de la Real
Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del
vocablo Barocco (una figura de
silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos
en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen
portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió
después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental,
significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción. Pero en los
últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que
ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a
cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario
incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector,
es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de
una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es
curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de
nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma
desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras
voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes
nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la
dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo
conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes
se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo
Levi o Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la
literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados
lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo
Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me
apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que
meritorios sucedáneos.
Es fácil agarrarse al
adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los
déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que
convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el
enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía,
que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me
afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para
referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio
conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no
legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa
palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y
podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio
retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio
del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor,
los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán,
como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se
limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta
notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero.
La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en
cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos
alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla,
al cabo.
Estoy contigo. Puede y debe haber de todo y en nada desmerece el estilo más o menos barroco con que se escriba. A mi me gusta mucho tu estilo y que nos muestres un vocabulario más amplio.
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