Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.
Buitrera,
ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje
de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para
trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis
capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de
cabeza a la Benemérita desde hace años.
Lo primero que llama la
atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la
zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero
también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José
Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era
digital. En ese sentido, Buitrera
constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores
en el hospital de la literatura.
Hay también en la novela un
gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la
narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la
manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más
recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie.
El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan
caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el
alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros
agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco
y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el
amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca
yerta.
Los personajes, descritos
casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de
autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se
dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo
Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere
confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se
había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a
los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por
primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por
conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con
Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido
Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme
intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.
El caciquismo, los abusos de
la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún
los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el
lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el
eco de los buitres y su promesa de muerte.
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