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lunes, 7 de noviembre de 2022

587. Buitres de posguerra



 

Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.

Buitrera, ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de cabeza a la Benemérita desde hace años.

Lo primero que llama la atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era digital. En ese sentido, Buitrera constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores en el hospital de la literatura.

Hay también en la novela un gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie. El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca yerta.

Los personajes, descritos casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.

El caciquismo, los abusos de la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el eco de los buitres y su promesa de muerte.

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