La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.
Lo primero que
llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos
parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores
españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía
la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales.
Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en
este Burlador, cuyos personajes
sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen
de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son
pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal
personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz
y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda
deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su
hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador,
genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario
colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus
barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo
XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que
se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo
de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento.
Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la
pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales,
fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra
intensidad.
Interesante también
es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha
respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan
inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica
barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los
afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy
divertidas las intervenciones de Catalinón.
Los desnudos del
principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de
una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza
su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante
la muerte.
La escenografía,
una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos
está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del
espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos
que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que
repite siempre el burlador.
Sin embargo, una
vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de
marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni
siquiera interviene, irrumpe en escena
con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres
que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo
el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien
gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la
violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de
tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla,
ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es
decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la
obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso
de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a
esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no
deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la
comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a
otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los
moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la
coherencia artística.
No puedo estar más de acuerdo con tu argumentación, Píramo.
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