Ahora mismo, en el momento en
que escribo estas líneas, yo debería estar en un tanatorio de Barcelona. Pero,
a veces, la voluntad de querer estar en otro sitio no basta, al igual que
tampoco es suficiente la voluntad de seguir viviendo. Eso lo sabía muy bien el
corazón de Paco Robles.
Su voz. Oigo continuamente su
voz. Desde que el lunes conocí la noticia, es la voz de Paco el recuerdo que
más vivamente se me impone, como aquellos ojos desasidos de la rima de Bécquer.
Como si Paco fuera ahora solamente su voz. Quizás en esta sugestión tengan algo
que ver las jornadas maratonianas al teléfono, cuando Paco y yo corregíamos las
pruebas de imprenta de aquella novela mía (aquella novela suya) por la que
apostó. Tan cerca entonces, la voz de Paco desde el auricular. Tan cerca. Él
proponía cambios, yo concedía, buscábamos juntos alguna alternativa para
aquella cláusula subordinada con las que tanto peco. Y, eureka, allí aparecía
la fórmula mejor. Luego, un silencio, y el teclado lejano del ordenador. Es Paco,
que maqueta. Al cabo, vuelve su voz al teléfono con otro cambio. No hablaba
mucho Paco. En las presentaciones de libros, oficiaba el acto protocolario con
timidez. Y, después, al terminar la presentación, echaba un pitillo silencioso
en la puerta de la librería. No le gustaba el protagonismo. Hablaba cuando
había que hablar. Pero entonces: una receta mágica para aquel pasaje que
corregíamos; una palabra de aliento en mitad del ruido de afuera (voz-hogar;
voz-padre, Paco); un chascarrillo inopinado; una anécdota jugosa y divertida.
En las cenas donde se celebraba la puesta de largo de un libro del catálogo en
cualquiera de las ciudades de la ruta, Paco miraba callado a los comensales con
satisfacción paternal, algo así como en aquel poema de Gil de Biedma, «Amistad
a lo largo» («y yo aunque esté callado doy las gracias, /porque hay paz en los
cuerpos y en nosotros»). Y el final de la fiesta lo sellaba luego con un abrazo
cálido.
En esas míticas rutas, metía
en su coche al autor que la editorial promocionaba y se lo llevaba por media
España. Paco conducía y Olga, mientras tanto, trabajaba infatigable y vehemente
al teléfono con la prensa de la ciudad que los recibiría. Dos profesores de
institutos metidos a mecenas de algunas de las nuevas voces más sobresalientes
de la literatura reciente. Y Paco conducía.
Con la pérdida de Paco
Robles, se va una de las figuras decisivas de la edición en nuestro país. La
Historia, que es sabia, reubicará su figura al lugar destinado a los grandes
hombres de nuestra crónica literaria. Será con el tiempo, como ocurre siempre
con los mitos. Entretanto, su voz seguirá presente en todos y cada uno de los
libros del catálogo de Candaya, porque en los libros que escribimos, nuestra
voz está mezclada con la suya. Y otro tanto pasará con los libros futuros que
escribiremos. ¿Qué diría Paco de esta subordinada? ¿Y de esta rima interna? Y
Paco nos asistirá y escribiremos juntos la novela y oiremos a Paco maquetar.
Yo debería, ahora mismo, en
el momento en que escribo estas líneas, estar en un tanatorio de Barcelona.
Pero estoy en mi piso de Alicante, velando a Paco de la única forma que sé,
ante un escritorio que se ha quedado, como su dueño, más huérfano de
referentes. En este panegírico o lo que quiera que sea esto, escrito torpe y
atropelladamente desde la ofuscación del dolor, hay un abrazo grande a Olga y a
Miqui. Y también a toda la tribu Candaya, especialmente a sus escritores, a los
que hoy no les asisten las palabras, porque no las hay. No temáis, las
encontraremos. Dejad que macere el desconsuelo, y ya más lúcidos, oiréis,
franca y serena, la voz de Paco.
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