Fernando Villamía ha ganado
la 56ª edición de los Premios Literarios Kutxa Ciudad de San Sebastián con su
último libro de relatos, Dioses de quince
años, publicado por Algaida. A la trayectoria de este vitoriano de trato
afabilísimo y natural humilde, cualidad esta última tan poco frecuente en el
mundillo literario, la jalonan, sin embargo, numerosos reconocimientos que él
se guarda mucho de sacar a la palestra, como son los premios Felipe Trigo y Ciudad
de Badajoz o su condición de finalista en el Premio Setenil, el
galardón más prestigioso del género cuentístico en España.
Dioses de quince años recoge doce relatos que, entre otras virtudes,
respetan el corte clásico del género, con su introducción, su nudo y su
desenlace, lo que no deja de ser, en los tiempos que corren, una posición casi
revolucionaria. Efectivamente, un poco cansados ya del cuento-estampa o de
aquel otro que se aboca a la mera sugestión, y añorantes de una narratividad en
desprestigio, se agradecen estos relatos redondos donde el lector puede pisar
en algún momento en tierra firme.
Uno de los aspectos más
llamativos de los cuentos de Villamía es el estilo, que a mí me resultó
emparentada, además de manera muy reconocible, con la prosa de Luis Landero.
Hay en el fraseo del autor, en el léxico utilizado, en la construcción
sintáctica y en la voluntad estética resuelta en hallazgos líricos muy
hermosos, una forma de hacer literatura que yo echaba en falta y que ya solo hallo
en escritores de la generación de Villamía.
Otro aspecto que se debe
destacar de los cuentos de Dioses de
quince años es la maestría de su autor para los inicios. La capacidad de
Villamía para, con apenas unas pocas frases, atraer la atención del lector
hacia la historia que recién empieza, es una excelente demostración de aquello
que los retóricos clásicos llamaban captatio
aunque sin necesidad de la benevolentiae,
pues esta última brota con naturalidad en el lector y le dispone favorablemente
a la lectura. Interesantes son también las referencias culturales que aparecen
en todos los cuentos. Su pertinencia, lejos de la impostura pedantesca, es
absoluta y se ensamblan con las historias como complementos perfectos que
ilustran, con sus ejemplos, las tribulaciones de los protagonistas. Finalmente,
el coqueteo con la literatura fantástica, casi en la frontera con lo paranormal
verosímil, completan el atractivo de estos cuentos.
Los personajes de Dioses de quince años se duelen en su
vulnerabilidad pero es en ese mismo territorio de lo frágil donde reside su
grandeza. Un corazón que revienta de amor por el viento; una adolescente con
sobrepeso que acepta en bellísimo martirio la humillación de sus compañeros; la
redención del arte en la senilidad; el perro que se reconoce en la misteriosa
mujer loba; las cartas que envía un niño a su padre fallecido («Querido papá:
ahora que te has ido a vivir a la muerte…»); los hilos que unen o que se cortan
vengativamente; la obsesión de un fotógrafo por obtener la foto de Dios; el
martillo que acaba con el maltrato; una lección de metaliteratura; la
complicidad en el silencio; muertos que regresan para un idilio; el misterio
del sexo y la necesidad de la niñez. Y, en todos ellos, Aurora, el mismo nombre
para personajes distintos, quizás porque en todos ellos triunfa el alborear de
la vida después de la larga noche del sufrimiento.
Fernando, tienes la capacidad de trasmitir en breves líneas el espíritu de la obra que criticas. Me creas grandes expectativas de su lectura y mañana iré a por esa interesante obra
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