Hace un tiempo, un alumno me
confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no
entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza
y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni
atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que
el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco
debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que
empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo
donde el galán confía a un su amigo
los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el
ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me
dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos
hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de
textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba
luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el
chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en
blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma
repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un
momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación
del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su
poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había
acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la
calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a
escribir.
Existe entre la fauna
literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan
rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito
meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y
paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni
concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla
también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector.
Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta,
encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen
tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además
de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que
nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y
dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la
búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que
condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que
no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no
ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña
cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su
mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y
sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese
prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán
meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el
virtuosismo de quienes les han precedido.
Escribir es siempre una
derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que
admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como
para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy
bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus
versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre
ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.
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