Probablemente, en algún
momento de su carrera profesional, todo docente haya recibido por parte de sus
alumnos la inevitable pregunta de marras. Especialmente aquellos profesores que
imparten asignaturas correspondientes a la rama humanística. No es nada nuevo
que un estudiante, llevado de su impaciencia e ímpetu juveniles y, ajeno su
espíritu, vivaz y efervescente, a las mieles del recogimiento intelectual, se
cuestione la contribución que aporten a su vida práctica el latín o un poema de
Góngora. Lo que ya no es tan habitual es que sea el propio sistema educativo el
que secunde ese sesgo de inmadurez, que en los alumnos siempre hemos aceptado
como algo connatural, pero que resulta alarmante en quienes deben velar por el conocimiento
y el rigor en los planes de estudio. Basta con echar un vistazo a algunos
postulados de la nueva ley educativa o a sus propuestas evaluadoras para
concluir que lo único que les interesa a nuestros legisladores es que los
muchachos se desenvuelvan con éxito y pragmatismo durante el desempeño de su
vida adulta y laboral. O lo que es lo mismo, aunque esto no se diga
explícitamente, que se acoplen al pérfido engranaje del sistema productivo.
Hace unos días, en el telediario, un profesor se jactaba de la utilidad de sus
cursos sobre formación financiera y uno de los adolescentes entrevistados
celebraba que por fin alguien les enseñara cosas de la vida real. Es decir,
ganar dinero. Para este alumno, claro, el latín y Góngora no eran cosas de la
vida real, sino pertenecientes a alguna suerte de dimensión paralela, onírica e
intangible. El descrédito del conocimiento y de la curiosidad per se es el mismo que está detrás del
aprendizaje por ámbitos o de la paulatina pérdida de profesores especialistas
en su materia. Hace solo unos días, conocíamos la noticia de que a partir del
próximo curso, los periodistas podrán impartir clases de Lengua y Literatura en
Secundaria. A mí, que soy licenciado en Filología Hispánica, nunca se me
ocurriría dar lecciones a nadie sobre Periodismo, pero cualquiera –también los
maestros de Primaria y profesores de las llamadas asignaturas afines– podrán
dar mejor que yo la Historia de la Literatura Medieval, por ejemplo. Pero el
debate es baladí. Porque tampoco es importante si se da o no Literatura
Medieval. El Arcipreste de Hita no factura.
La tiranía de la inmediatez y
del rédito instantáneo, el imperio de la felicidad cómoda y a toda costa, el
desprestigio del sacrificio, han arrumbado el conocimiento a la buhardilla de
los trastos viejos. Pero hoy existen más casos de trastornos por depresión que
nunca. Nuccio Ordine lo explica maravillosamente en su ensayo La utilidad de lo inútil: «si
renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el
mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo
seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que,
extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese
momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en
verdad difícil imaginar que el ignorante homo
sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana
la humanidad».
¿Saben? A mí, que soy puro
lego en formación financiera, también me escuece no saber por qué Christine
Lagarde se empeña en subir los tipos de interés para bajar la inflación ni en
qué beneficia eso al ciudadano a quien, además de hacerle pagar los alimentos a
precio de oro, le suben también la hipoteca. Pero nunca me voy a tirar desde un
rascacielos de Wall Street, como hacían en el 29. Con mis libros seré un
hipotecado feliz. Y en cualquier caso, si hay que suicidarse, joder, un poco de
clase. Háganlo en las aguas del río Ouse o en el de la playa de la Perla, por
caminos de algas y de coral, dormidos y vestidos de mar.
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