Uno de los aspectos que más
admiro de la literatura de Marta Sanz es su radical e insobornable
independencia respecto a los temas y propuestas estilísticas. Marta Sanz
levanta barricadas contra la ramplonería literaria y lo hace sin complejos ni
autocensuras apelando, cómplice, al bagaje cultural de sus lectores, que es una
de las formas más respetuosas con que cuenta un escritor para dirigirse a
ellos. Su última novela, Persianas
metálicas bajan de golpe, es un claro ejemplo de lo que decimos. Cada pocas
líneas, el lector se topa con un guiño literario, musical, cinematográfico o de
otro orden resuelto con humor o ironía o simbólica pertinencia o por el simple
gusto del homenaje; y cada pocos renglones, hallamos también el trallazo
estilístico, la sorpresa auspiciada por el lenguaje mismo. Nada hay de prurito
pedantesco en esta profusión de referencias culturales, pues en ese espacio
distópico llamado Land in Blue que la autora ha creado en su novela, la
acumulación de alusiones más o menos veladas a la cultura parecen querer
contribuir a la confusión de voces espectrales en un mundo en descomposición
donde esos referentes se nos presentan como pecios a la deriva en mitad del
piélago tecnológico.
El nuevo libro de Marta Sanz,
que se inicia con el tópico del manuscrito encontrado, nos sitúa en un mundo
regido tiránicamente por el «ingeniero jefe», compuesto socialmente por una
suerte de gerontocracia donde los niños, casi extinguidos desde la victoria de
los antivacunas, son especímenes en peligro y donde los jóvenes colman los
asilos. En Land in Blue no hay bibliotecas o los autores clásicos han sido
atrozmente reformulados; han triunfado los terraplanistas, y los horóscopos
tienen más trascendencia que la biología o la física. Los jardines están
poblados de flores violetas letárgicas, cuyos estambres anestesian la memoria
de los ciudadanos. Estos viven asistidos por drones, que controlan incluso los
pensamientos y que, solo a veces, les permiten «conservar un pequeño margen de
triste autonomía». La ciudadanía recibe consignas repetitivas en eslóganes de
burbujas y aquella se siente cómoda «con las repeticiones y los runrunes. Con
el ruido de fondo de los generadores, los medios de comunicación y los aparatos
de aire acondicionado». O con el opiáceo de las series de televisión. Porque
«olvidar y repetir son acciones básicas para la supervivencia». El Subestrato
lo habita, sin embargo, la aristocracia, que dispone de cascos protectores de
pensamiento, y donde se hallan los Siete Jorobados (genial, el guiño a la novela
de Emilio Carrere). Y en mitad de este mundo deshumanizado, se narra la
historia de una tragedia familiar, de cuyos detalles se nos va dando cuenta con
inteligente dosificación a lo largo del libro.
Toda la novela está imbuida
de una tristeza aséptica, de luz de tanatorio, hostil, perturbadora. La mezcla
de tradición y vanguardia contribuye a crear un artefacto verdaderamente
representativo de la novela moderna. Con unos pocos mimbres, a veces
deliberadamente vagos, la autora consigue que habitemos esa ciudad donde parece
que la humanidad haya quedado reducida a los accesos de piedad de los drones. Y
lo más desasosegante: que con el pasar de las páginas vayamos reconociendo los
pormenores de esa distopía en nuestro propio tiempo. Como si Marta Sanz, a la
manera de Valle-Inclán, hubiera querido colocar ante los espejos cóncavos del
Callejón del Gato el mundo en que vivimos y que la distorsión grotesca
resultante se nos antojase mucho más real que la supuesta distopía. Las
persianas metálicas bajan de golpe. Es el futuro.
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