Cuando yo iba al colegio y
después al instituto, la mayoría de mis compañeras de clase iban vestidas con feos
y holgados chándales ochenteros y enfundadas en blusas que llegaban casi hasta
el mentón. Con aquellos atavíos, uno nunca podía hacerse una idea cabal de sus
siluetas y contornos femeninos. Por aquel entonces no se veían en las aulas los
shorts nalgueros ni los escotes
generosos que hoy abundan sin recato por los pasillos de los centros educativos
y que no dejan lugar a la imaginación. Si uno se encandilaba de una chica, lo
hacía sin más remedio de una mirada hermosa, de unas facciones delicadas, de la
grácil lasitud de una melena, de una sonrisa luminosa, del dulce timbre de una
voz, del aroma subyugante de un perfume. Vetadas a los ojos las presumibles
turgencias de nuestra compañera de pupitre, quedaba neutralizada de antemano
cualquier posibilidad de examen concupiscente o libidinoso y uno solo podía
enamorarse espiritualmente de una donna
angelicata. Quizás por eso, el cuerpo de una mujer ha sido desde siempre
para mí un bellísimo misterio. Y aunque después la vida me ha permitido
demorarme, ya sin restricciones, en cada milímetro de piel, sigo siendo aquel
niño para quien el cuerpo de una mujer era un templo guardado por una vestal y
el ingreso en él, un privilegio inmerecido que se ofrece a un hombre, siempre
neófito, siempre aprendiz y siempre turbado ante el arcano, sempiternamente
inédito, de la intimidad de una mujer. Y si ha habido audacia u osadía en mis lances
amorosos, siempre ha sido con la vocación de reintegrar con lo mejor de mí la
deuda que debía más que por complacer mi propio deseo.
Si el cuerpo de una mujer es
un templo, entonces su boca y la promesa del beso es el primer atrio que
conduce a su sagrario. Por eso a mí, que tengo la extravagancia de situarme a
menudo en las regiones periféricas de las polémicas, lo que me ha sorprendido
del beso de Rubiales no es tanto el beso mismo como la zafiedad con que lo ha
pedido. He tenido la oportunidad de besar y ser besado por muchas mujeres (no
es jactancia –tampoco es que yo sea precisamente un Adonis– sino agradecida
constatación del regalo, seguramente injusto, con que me ha ofrendado la vida)
y siempre me ha electrizado el contacto con unos labios y el húmedo vértigo con
que, al cerrar los ojos, cae uno en su abismo y su asombro. Ese milagro, que es
el beso de una mujer, Rubiales lo ha degradado, incluso semánticamente: «un
piquito» lo ha llamado. Y su modo de agarrar la cabeza de Jenni Hermoso y
plantarle los morros en la boca tiene para mí algo de profanación que va más
allá de todo el debate jurídico y moral que se ha dirimido durante estos días.
Lo que quiero decir es que lo que a mí me deja perplejo de verdad es que un
hombre, cuya expectativa del beso de una mujer debiera tenerlo temblando, lo
tome así, sin más, como quien recoge coles.
No me olvido de que esto es
una columna sobre literatura. Ahora voy. Escribe Cortázar en Rayuela: «Entonces mis manos buscan
hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras
nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de
movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y
si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa
instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta
madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». Rubiales no
ha leído, claro, a Cortázar. Pero tampoco ha leído La Regenta. De haberlo hecho sabría que su beso, tan distinto del
de Rayuela, emparenta más bien con el
beso de sapo de Celedonio a Ana Ozores.
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