Han pasado ya varios meses
desde que leí El sueño de Torba, de
Rafael Soler, título que este año cumple cuatro décadas. Así que escribo estas
líneas de memoria, que es como debieran escribirse a veces las críticas
literarias, más como experiencia lectora –el famoso poso que deja una lectura–
que como análisis académico. Lo he leído, además, en la vieja edición de
Cátedra de 1983, a pesar de que Olé Libros ha reeditado recientemente la novela
con un iluminador prólogo. Uno tiene sus fetichismos. El sueño de Torba constituye uno de los grandes hitos de la llamada
literatura experimental, cuyo precedente más señero fue Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Hoy muchos escritores se
lanzan al experimentalismo, aunque solo son acogidos por las editoriales
independientes porque los grandes sellos, además de timoratos, desprecian la
inteligencia de sus potenciales lectores. Pero, salvo honrosas excepciones,
hallo en estos autores experimentalistas un afán innovador que a veces parece
responder más a un prurito de distinción elitista y deslumbradora que a una
verdadera ontología literaria. En El
sueño de Torba, en cambio, el extrañamiento del lenguaje tiene un sentido
estructural y argumental, y es inseparable de ambos. Así, el fragmentarismo,
las violentas torsiones sintácticas, los neologismos, las magistrales elipsis o
los trallazos líricos a bocajarro están al servicio de la terrible tragedia de
su personaje principal. Porque Jaime Sarduy es, como la prosa de Soler, un ser
disociado, a la deriva. Enfermo de cáncer, tiene una tortuosa relación adúltera
con la esposa de su oncólogo pero añora a su amor de juventud, cuya hija
aparece repentinamente en su vida removiendo un pasado donde la culpa se
erigirá, inopinadamente, como leit motiv
de la novela. Y digo inopinadamente porque Jaime se comporta durante todo el
libro con un cinismo y un sentido de la ironía que –luego lo sabremos– no son
más que la coraza para su conmovedora vulnerabilidad. Coleccionista compulsivo
de los objetos más variopintos, guarda en Sarrión, su pueblo de origen, las
piezas de un viejo Rolls Royce desmantelado, como lo es también su vida. El
regreso al pueblo y su obsesión por reconstruir el coche alcanzan un simbolismo
de enorme altura literaria. Los personajes secundarios, aunque satélites de
Jaime, están también muy bien construidos. Especialmente importante es el del
librero José Radek, quien anota sus conversaciones con Jaime con la intención
de escribir una novela que cuente la vida de éste, lo que introduce la fórmula
metaliteraria de la novela dentro de la novela. Existe, además, un formidable
dominio de los diálogos, de precisión casi magnetofónica. Y no falta la crítica
social, como aquella que incide de forma acerada, a la manera de Chirbes, en la
uniformidad despersonalizada de las ciudades costeras.
Autor de claras convicciones
literarias, alejadas de escuelas, de modas y de imperativos mercantilistas,
Rafael Soler, de quien no deja de llamar la atención su silencio narrativo
durante la friolera de más de 30 años, puede adscribirse sin duda a eso que se
ha dado en llamar autor de culto. Por eso es de agradecer, no solo su vuelta a
la novela en 2019, sino también la encomiable labor por parte de determinadas
editoriales de recuperar algunas de sus novelas más importantes, como El grito y El corazón de lobo, que ahora publica al alimón la editorial
Contrabando. Porque, como Jaime Sarduy, también nosotros necesitamos que al fin
Torba se desperece.
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