La
semana pasada conocíamos a través de los datos facilitados por el Instituto
Nacional de Estadística el número de suicidios registrado durante el año 2022
en España. La cifra es estremecedora y va al alza: 4.097 personas se quitaron
la vida en nuestro país, 84 de las cuales son menores de 20 años. Hay algo
chocante entre esa sociedad que exhibe su hedonismo como principio fundamental
de la vida y los problemas de salud mental de los que el suicidio es solo la
punta del iceberg. Según la OMS, unos 280 millones de personas sufren depresión
en el mundo, unos 2 millones en España. Y aunque, obviamente, la casuística
individual es muy variada, es como si el actual desprestigio del conocimiento y
de su consiguiente sustrato espiritual hubieran socavado las almas de las
personas y dejado un vacío que el materialismo y la superficialidad, de
naturaleza siempre fungible, no pudieran llenar. No es de extrañar que la
Literatura, siempre atenta a las cuestiones de su tiempo, esté abordando esta
problemática. Conviene, eso sí, diferenciar la literatura de calidad y
necesaria, de aquella otra que apuesta por el oportunismo coyuntural con el
único objeto de medrar en el mercado editorial.
Claro
que el tema del suicidio no es nuevo en Literatura, empezando por la luctuosa
nómina de autores que decidieron acabar con sus vidas y pasando por la no menos
triste lista de personajes literarios abocados a la misma fatalidad. Y digo no
menos triste, aunque se trate de vidas ficticias, porque para muchos lectores
algunos personajes son más reales que su propio autor y porque, en no pocas
ocasiones, sus historias fueron trasunto de experiencias reales.
El
personaje suicida más célebre de la Literatura ha sido, sin duda, el joven
Werther, cuya historia produjo una oleada de suicidios por amor tan
preocupante, que muchos países prohibieron la venta del libro de Goethe. Pero
hay muchos otros que no caben en este espacio. Así, a vuelapluma, aquí van unos
cuantos. Píramo, al ver el velo de Tisbe ensangrentado por el hocico de un león
que volvía de cazar, creyó que su amada había sido devorada por el animal; a su
suicidio le siguió el de Tisbe, al ver muerto a Píramo. El equívoco le pudo
servir a Shakespeare para idear las muertes de Romeo y Julieta, y más tarde, a Hartzenbusch
para su intrincada versión de Los amantes de Teruel. Dido no pudo
superar el abandono de Eneas en la Eneida y Melibea no sabe vivir sin
Calisto. Espectacular es el suicidio de don Álvaro, en el drama del
duque de Rivas, con toda su impresionante tramoya romántica. Benito Pérez
Galdós creó a dos suicidas memorables: Marianela y, sobre todo, Ramón de
Villaamil, que queda cesante a escasos dos meses para jubilarse con los cuatro
quintos del sueldo regulador; no recuerdo un final más triste en una novela.
También es triste el desenlace de Emma Bovary y de Anna Karenina, víctimas del
corsé moral de su tiempo; el suicidio de Anna, arrojándose a las vías del tren
(el mismo lugar donde había conocido a su amor Vronsky) no puede ser más
simbólico. Augusto Pérez, en Niebla, muere
mediante el suicidio inducido por su propio creador, Unamuno. Terrible es
también la muerte de Tonet en Cañas y barro que, abrumado por la culpa,
se dispara con la escopeta en mitad de la Albufera; su padre, que había dedicado
una vida entera a ganarle terreno a la laguna para cultivar arroz, nunca habría
imaginado que la tierra conquistada iba a servir de sepultura para su hijo.
Andrés Hurtado, el personaje de Pío Baroja en El árbol de la ciencia,
lector de Nietzsche y de Schopenhauer, no podrá superar su vacío existencial.
Virgilio Delise, el inolvidable personaje de Mario Lacruz en El inocente,
nos deja atónitos con su suicidio: «tenía vocación de culpable», dice el
narrador. Más recientemente, Aurora, protagonista de Lluvia fina, de
Luis Landero, se lanza contra la carretera, cansada de escuchar y mediar en los
problemas de los demás y que nadie haya estado atento a su propia desazón.
El
lector, seguro, podrá añadir a este catálogo muchos otros ejemplos. Lo
importante es que no los siga en su derrota.
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