En las inmediaciones del
término municipal de Baena (Córdoba), se halla el impresionante yacimiento
arqueológico de Torreparedones. A la magnética sugestión que inevitablemente
suscitan sus vestigios tartésicos, íberos y romanos, el poeta José Antonio
Santano ha unido el eslabón identitario que lo vincula desde los vórtices del
tiempo a su propia patria chica. El resultado es esta Sepulta plenitud (Olé Libros), un canto emocionado a la antigua
colonia romana de Ituci y una elegía a su pretérita grandeza ya ajada por el
poder aniquilador del tiempo. Poesía contemplativa y caminera, con ecos
mironianos y azorinianos en algunas estampas («Ayer la tarde estuvo coronada /
de un aire dolorido y de barbecho / que subía conmigo hasta la cumbre»), el
poeta se siente depositario de la memoria de su pueblo: «en su silencio / soy
el himno de su gloria que no calla». A veces, se nos antoja que la propia voz
poética emerge del silencio de las tumbas y mausoleos integrada en los ecos de
los muertos, como ventrílocuo de los siglos o espectro redivivo en el
testimonio físico de la sibila de los versos. Una conexión casi cósmica con los
ancestros en la que el tiempo se pliega a la sincronía para ser, con ellos,
«todos los nombres en uno». En su peregrinaje por las ruinas, el poeta está
acompañado, como si de otro guía virgiliano se tratase, de Lucio Cornelio
Marcus, a quien a veces se le interpela remedando el estilo clásico de las
invocaciones homéricas y ante el que Santano se lamenta de «este tiempo sin
poesía». El tono elegíaco del poemario se acentúa con el uso de la isotopía
religiosa: por los versos desfilan términos como el barro, el aceite, los cálices,
el vino, el agua o las vírgenes. Pero junto a la abstracción conceptual de la
memoria, al poeta le interesa también el fresco de la vida que sucede, la vida
pequeña y, por ello mismo, genuina y auténtica, aunque sea ésta detenida en la
piedra: las ofrendas de exvotos en la cella sagrada; las doncellas
procesionarias de Caelestis; los preciosos versos dedicados a los alfareros; la
historia de Silveria, la esclava africana que se abrió las venas; la casa del
panadero; la vida cotidiana representada en ese sestercio que andaría de mano
en mano en la tremolina de un mercado… «Todo está escrito en las entrañas de
Ituci», en las epigrafías que nos hablan desde su callada paciencia pétrea. La
última parte de libro, la única que contiene poemas con título, es un recorrido
de traza museística por diferentes restos romanos sobre los que se imprime la
mirada poética de Santano para trascender su mera condición objetiva y
convertirlos en materia simbólica relacionada, sobre todo, aunque
implícitamente, con el tópico de la vanitas.
Con la habitual solemnidad
del poeta baenense, los poemas de Sepulta
plenitud se desbordan en la torrencialidad de unos versos que rebosan
acumulación, no el sentido gratuito del amontonamiento per se, sino desde la estudiada medida del crecendo poético, tan a propósito para el tono sacro-elegíaco antes
mencionado. En esa intensificación cobran especial protagonismo las alusiones a
la Naturaleza, que se imbrican entre las ruinas de Ituci en un contraste entre
vida y muerte, entre presente y pasado, que a veces acaban uniéndose. Así, en
la noche tempestuosa que se cierne sobre el yacimiento, los truenos parecen la
lengua materna de los muertos.
Sepulta plenitud engrosa con broche de oro la prolífica producción de José Antonio
Santano y se convierte en otra epigrafía más con la que grabar el orgulloso
amor por su tierra. Versos para la plenitud, nunca sepulta.