Ramón García Mateos ha
obtenido el Premio Internacional de Poesía António Salvado Cidade de Castelo
Branco por su última obra, Retratos y
figuraciones. El libro, en edición bilingüe en portugués y español, y
publicado por la editorial Labirinto, es uno de los poemarios más hermosos que
he leído en los últimos tiempos. Ya la solapilla biográfica de la cubierta es
toda una declaración de intenciones. García Mateos, a cuya dilatada trayectoria
la jalonan numerosos títulos y premios, queda reducido en la solapilla a su
mera condición de profesor: «Ramón García Mateos (Salamanca, 1960). Catedrático
de Lengua y Literatura Españolas». Y a mí se me antoja que esa humilde
solapilla, donde Ramón renuncia a describir la relación de sus méritos
literarios, es el primer poema del libro. Porque en Retratos y figuraciones quienes importan de verdad son los poetas allí
homenajeados, un precioso muestrario de los nombres más queridos por el autor
salmantino, a cuya advocación se acoge con un amor conmovedor y un sentimiento
sincero de deuda en cada verso.
La mayor parte de los autores
que conforman esa nómina casi elegíaca tiene en común su dramática experiencia
vital. Por las páginas del libro desfilan condenados a muerte como Villon;
perseguidos como Juan de Yepes; encarcelados como Quevedo; desterrados y
exiliados como Pedro Garfias o Vallejo; suicidas como Antero de Quental o
Rigaut; derrotados y atribulados como Unamuno; desengañados como José Agustín
Goytisolo; asesinados o deudos de asesinados como Roque Dalton o el «Piojo»
Salinas; nostálgicos de Florencia, como Aldana… Todos estos retratos recrean una estampa del
escritor tributado en algún momento especialmente significativo o doloroso de
su existencia. Otras piezas, en cambio, son meros poemas celebratorios
entelados de nostalgia: el poema con ecos manriqueños a Violeta Parra; Estellés
y Ovidi Montllor en Alcoy; los dos versos de Ferlosio sin necesidad de glosa;
Josep Igual entre volutas de tabaco; y, por supuesto, los poemas a los amigos,
como el dedicado a Juan López-Carrillo, divertido e hiperbólico, perfecto
trasunto del propio autor catalán; o el maravilloso poema tripartito a Antonio
Carvajal, donde García Mateos juega con los títulos de los libros del poeta
granadino y con el apellido materno de éste. Una preciosidad.
En otras piezas se imbrican
literatura y vida como en el homenaje a Ángel Guinda («Escribir como se vive»)
o como aquella otra que penetra en el estudio de Maruja Mallo para que los
versos de Miguel Hernández estallen como rayos que no cesan; intertextualidad
que se repite en el poema lorquiano a Belmonte o en algún poema
autorreferencial. Lo popular (piedra angular en la poética de García Mateos) se
manifiesta en el uso del metro de algunos poemas pero también en el poema
dedicado a Blas de Otero, en la mención a Labordeta o en los versos dedicados a
los payadores. No faltan tampoco las alusiones a las injusticias sociales,
algún verso acerado de ironía epigramática y una enorme generosidad para con
los desahuciados.
El libro, que es, en
definitiva, un apasionado reconocimiento a los maestros del poeta, como nos
recuerda el último poema, no podía soslayar, claro, la inmensa figura de Ramón
Oteo, destinatario de una de las composiciones más emocionantes del poemario.
Mención aparte merece la
versión portuguesa a cargo de la traductora Leocádia Regalo, donde los versos
de Ramón, tan cargados en realidad de saudade,
encajan natural y primorosamente.
Con su acostumbrado estilo
inmersivo, rebosante de intensidad, de bien entendida solemnidad desgarrada, de
esa que te coge de la camisa y te zarandea, evocador, nostálgico, vehemente,
auténtico, secular, doloroso, fraterno y esperanzado, García Mateos debe saber
que, él también, y pese a la solapilla, es retrato y figuración de quienes
aspiramos a parecernos, aunque sea remotamente, a su ejemplo.
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