A principios de año, leí con
estupefacción una declaración del profesor y crítico literario Ernesto Calabuig
donde denunciaba la manipulación de la que había sido objeto una de sus reseñas
en la revista cultural «La Lectura», de El
Mundo. Según Calabuig, las partes de su texto donde no dejaba en buen lugar
la calidad de la novela reseñada habían sido alteradas por otros juicios de
valor mucho más elogiosos. Dicho de otro modo, a Calabuig le hacían decir en su
reseña lo contrario de lo que él, desde su honestidad intelectual, había
escrito. Exonerado el jefe de redacción, de cuya honorabilidad Calabuig no
duda, nuestro crítico ató cabos y pensó en alguna mano negra que, obedeciendo
instrucciones «de arriba», había modificado su texto para no perjudicar al libro
que –oh, casualidad de las casualidades– pertenece al mismo grupo editorial que
el periódico de marras. Calabuig, en un acto valiente que lo ennoblece, anunció
su renuncia a seguir colaborando con ese medio.
El suceso, uno más de los
tantos que se producen cada día en nuestra prensa patria, ratifica lo que desde
hace tiempo muchos pensamos: la crítica literaria que depende de los grandes
medios no resulta fiable, pues su criterio está adulterado por intereses
económicos alejados de cualquier consideración estrictamente literaria. Por
eso, y siempre tras una meticulosa criba, conviene dejarse aconsejar por
aquellos críticos que, desde su independencia, no obedecen más que al imperio
de su razón y sensibilidad. Antes los blogueros y ahora los buenos lectores que
habitan las redes sociales pueden ser excelentes garantes de la calidad de una
obra literaria, porque a nadie se deben más que a su propia libertad.
Entre estos críticos no
profesionalizados, hay en Facebook dos nombres que merecen toda nuestra atención.
Son Manuel Rodríguez y Salva Robles. El caso de ambos es verdaderamente
admirable. Su bagaje de lecturas comprende un espectro estratosférico y sus
reseñas en la red están llenas de inteligencia, sensibilidad, criterio y buen
tino. Generalmente, publican críticas de libros que les han satisfecho, pero no
les duelen prendas a la hora de desacreditar las alabanzas oficiales de los
críticos supuestamente reputados. Si el libro que va a la hoguera pertenece a
alguno de sus contactos en Facebook, simplemente no lo reseñan, porque nobleza
obliga. Su capacidad de prescriptores fiables se la han ganado a pulso. Quien
escribe estas líneas, ha descubierto, gracias a ellos, a maravillosos
escritores, hasta entonces ignotos para mí, que han contribuido a enriquecer
exponencialmente mi acervo literario. Desde aquí mi agradecimiento. Salva,
además, acaba de publicar su primera novela (Del desorden y la herida, Talentura), que habrá que leer. Manuel y
Salva solo son la punta del iceberg de toda una entusiasta legión de exigentes
letraheridos que, como ocurre con el club de lectura Yokni, del que son
integrantes, aman la literatura de calidad. Por allí desfilan hasta 200 nombres
como Luis Marín Le Drac, Carlos Tongoy, Mario Marín, José Valenzuela, Aitor
Arjol, Alberto Masa, Jimy Ruiz, Paco Bescós y tantos otros que no puedo
enumerar aquí, muchos de ellos relacionados directamente con la actividad
creativa. Yo ya casi no tengo otros prescriptores.
Cuando salgan las famosas
listas de Babelia, acuérdense de los yonkis de Yokni. Aquellos están en Babia;
estos leen en vena.
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