En la página 93 de la nueva
novela de Luis Landero, el autor extremeño escribe: «Hay muchas historias que,
cada una a su manera, cuentan siempre la misma historia: el caso singular de un
vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la
inmisericorde realidad». El pasaje de marras podría sintetizar, aunque
parcialmente, el argumento de este último trabajo suyo, La última función (Tusquets), pero atiendan bien a que digo
«parcialmente» porque, aunque las aspiraciones más o menos idealistas de los
personajes que desfilan por sus páginas se dan, efectivamente, de bruces con el
prosaísmo de la vida común, en modo alguno puede hablarse de fracaso, pues el
camino trazado por cada uno de ellos nace de la propia iniciativa y la libre
voluntad, y el resultado final, aunque no sea de relumbrón, certifica, a su
manera, la hazaña de ser y de estar en el mundo porfiando por la coherencia
personal y los principios de un estilo de vida elegido por ellos mismos. Así,
el principal protagonista, Tito, se rebela contra la disposición de su padre de
trabajar en la asesoría jurídica que éste regenta, y renuncia a la vida
acomodada –pero también gris y mecánica de ese empleo– para lanzarse a la
aventura de ser actor, aprovechando las portentosas cualidades de su voz, que a
todos maravilla. Paula, por su parte, que es la otra protagonista del libro, es
una muchacha desnortada, apasionada por las Bellas Artes, pero sometida, sin
saber muy bien cómo, a la inercia de una existencia sin incentivos; será el
azar quien ponga a su disposición el vuelco que su vida necesita y que ella,
íntimamente, anhela. Es el azar, precisamente, otro de los asuntos de la
novela, el mecanismo inescrutable de sus hilos y la tabula rasa que su inopinado advenimiento regala a los personajes
para superar su estancamiento vital.
La novela está narrada por
una primera persona del plural que se identifica con los viejos habitantes de
San Albín, uno de tantos pueblos perdidos de la España rural. El retorno de
Tito a San Albín, tras muchos años de ausencia, y envuelto aquel en un falso
halo de prestigio debido a sus discretos éxitos artísticos, espolean el ánimo
de sus habitantes que, recordando la memorable interpretación que Tito hizo de
una leyenda local cuando era niño, le invitan a rescatar la historia y dirigir
su representación con la esperanza de convertir el evento en un atractivo
turístico para un pueblo que está próximo a la desaparición. La aparición
fortuita de Paula completará los designios. Al hilo de lo expuesto
anteriormente, hay que destacar el tema de la despoblación de la llamada España
vaciada que, en la novela, se aborda con la desesperanza de lo que está abocado
a la extinción.
Pero más allá de los dos
personajes principales, la novela es un precioso repertorio de figurantes, cada
cual con sus propias peculiaridades, y todos vinculados por su papel secundario
en el teatro de la vida, que es, a la postre, el papel que desempeñamos el
común de los mortales. Hay en el tratamiento de estos personajes una ternura,
una compasión y un respeto, que entronca con el mejor humanismo filantrópico, a
la manera machadiana con que el poeta sevillano se autorretrataba en su famoso
poema. Este enfoque fraterno, indulgente y conmiserativo me ha parecido, junto
a la habitual elegancia de la prosa, el aspecto más meritorio de la novela. Personas
anónimas que viven su vida y comen su pan y no hacen daño a nadie, y que un día
mueren sin dejar rastro de su paso por el mundo tras interpretar la última función.
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