Depare lo que me depare esta
chaladura de andar por el mundo escribiendo libros, siempre podré decir que, al
menos una vez en la vida, tuve la oportunidad de vivir la experiencia de una
Ruta Candaya, así en mayúsculas, porque las Rutas Candaya hace ya mucho tiempo
que tomaron carta de naturaleza en la mitología literaria y necesitan sus
buenas mayúsculas que rubriquen la leyenda. Habíamos trazado un itinerario que
nos llevaría por varias ciudades del norte (Tarragona, Barcelona, Bilbao,
Santander, Gijón, La Coruña, Santiago y Madrid). Así que mi editora –Olga
Martínez– y un servidor nos lanzamos a la carretera con el maletero lleno de
libros y de ilusión, y partimos desde Vilafranca del Penedès. Nuestro añorado
Paco Robles no nos acompañó esta vez por sentirse algo cansado pero, a cambio,
me regaló la ocasión de ser testigo de excepción del trabajo diario de ambos,
ese que no se ve y del que nace el milagro de su catálogo. Efectivamente,
mientras yo conducía, Olga y Paco aprovechaban para tratar por teléfono los
pormenores de un libro en ciernes sobre el que Paco albergaba algunas dudas
acerca de la conveniencia de su publicación. Olga, en cambio, había apostado
fuerte por él. La discusión tuvo sus momentos de acalorado –y apasionado–
debate. Al colgar Olga, sin aparente consenso, le pregunté cómo se resolvían
estos casos. «Si el libro nos gusta a los dos, se publica; si le gusta a uno y
al otro no, no se publica; si le gusta a uno y al otro no, pero este último halla
algún mérito en el libro, se publica». Y yo, por pudor, me mordí la lengua para
preguntar cómo había sido la cosa con el mío. Después me leyó varios poemas de
un manuscrito que pensaban publicar, pidiéndome mi parecer sobre algunos
versos. La lectura, así recitada en voz alta, tenía algo de acontecimiento
auroral: las palabras que aún no son libro y que pronto lo serán. El viaje
transcurrió después con una Olga infatigable y pertinaz que tiraba de agenda
para ponerse en contacto con los medios de comunicación de cada una de las
ciudades en las que íbamos a recalar, buscando la cobertura informativa del
acto, y avisando individualmente a los leales acólitos de la tribu Candaya
esparcidos por toda España para que acudieran a apoyar las presentaciones. Su
tesón era colosal. Hubo también momentos para las confidencias, algunas de
ellas muy personales a pesar de mi timidez y apocamiento, lo que da buena
cuenta del vínculo humano que se establece entre Olga y sus escritores y hasta
dónde puede llegar la complicidad que la literatura propicia. En Bilbao nos
alojamos en la casa de unos amigos de Olga, un locus amoenus en mitad de Laiñomendi, que significa ‘Monte de la
Niebla’, aunque sus anfitriones sean todo luz. Allí se dejó Olga su cargador
del móvil y un ejemplar de Tres senderos
hacia el lago, de Inceborg Bachmann, que estaba leyendo. Yo había ido
despeinado al acto de Bilbao porque no encontraba mi peine por ninguna parte.
En Santander, Olga me compró uno. ¿No resulta enternecedor? La ruta tuvo un
éxito desigual. Olga sufría más por mi propia autoestima que por otra cosa.
Pero hubo momentos maravillosos en Santiago, cuando mi Bea se pegó un viaje
odiseico para estar conmigo en la Librería Cronopios, llena a rebosar. Podría escribir
líneas y líneas con anécdotas de aquel periplo. Pero lo importante es que
Candaya cumple ahora 20 años. Y Olga ha sacado fuerzas de donde no las hay para
conmemorar el aniversario sin su compañero de vida. Es lo que Paco habría
querido. El legado de Candaya es su impresionante catálogo: libros arriesgados,
de incuestionable calidad literaria, que zarandean e interpelan, diferentes,
comprometidos con su tiempo y, a la vez, destinados a perdurar, con vocación de
universalidad. Candaya cumple 20 años y hay que ponerse guapos para celebrarlo.
Ante el espejo, paso por mi cabellera, cada vez más rala, el peine que me
compró Olga.
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