Hay lugares que son una
bendición para quienes sienten que la vida ya no es bastante; y también para
quienes opinan lo contrario, que la vida y sus tribulaciones son ya demasiado. Ambas
víctimas, la que sufre el déficit de la vida y la que carga con la vida,
encontrarán su sereno equilibrio en Almagro. Almagro se escribe con alma en
vivas letras de almagre, la una, para insuflarla en el visitante agostado; las
otras, para timbrar su corazón con el blasón de la cultura, aquel que se blande
en las corazas de los caballeros invencibles. Habitar la plaza Mayor de Almagro
es acogerse a sagrado, sentirse seguro y un poco eterno. Penden de las farolas
de la plaza los retratos de Cervantes, de Quevedo, de Lope, de Juana Inés de la
Cruz, de Teresa de Ávila, de Ana Caro. No son estrellas mediáticas ni
hipócritas rostros de políticos fariseos. Son gente que vivió, gozó y padeció
hace más de cuatro centurias y que siguen con nosotros para sanarnos, capaces
todavía hoy de convocar a una legión de letraheridos. El diseño es de Coco
Dávez. La ligera brisa agita estos carteles, como pendones de unas justas en
cuya lid todos ganamos. Almagro se vuelca en su cuadragésimo séptimo Festival
de Teatro Clásico y sus ciudadanos se aplican a la vieja hospitalidad de la
hidalguía. Los auxiliares del festival, muchos de ellos estudiantes, se afanan
solícitos y con una perenne sonrisa en sus labios, para atender al público que
acude a los espectáculos. Al concluir la obra de turno en el mítico corral de
comedias, estos jóvenes se ofrecen, con infinita paciencia, a retratar a
aquellos que quieren llevarse el recuerdo de ese marco incomparable. Al
encomiarles su temple, hablan del orgullo que sienten, de la conciencia de
pertenencia a un recinto mágico que los ha acompañado en su educación
sentimental desde niños. Paseando por sus callejuelas, se oye a veces el
aplauso fervoroso que sale de alguno de los muchos y hermosos espacios que
acogen las obras de la programación. En otro lugar, alguien da una charla sobre
el teatro áureo: es, también, la fiesta de la inteligencia. Los bares ofrecen
sus tapas que recrean la gastronomía de los Siglos de Oro, y las tiendas son un
festín de suvenires cervantinos y encajes de bolillos. En la misma plaza, el
teatro callejero ameniza las terrazas, repletas de un tipo de turista muy sui generis. A pesar de los centenares
de personas que abarrotan los veladores, apenas hay un murmullo elegante en la
plaza. Nadie allí grita ni se exalta: los turistas hablan muy quedo, y casi
siempre tertulian sobre las obras que acaban de ver representadas, tan lejos
del abyecto turismo de borrachera. Todos nos reconocemos en esa plaza. De
repente, uno puede toparse con los actores, y acercarse y felicitarlos con
franca camaradería, mezclados ellos con los espectadores como uno más, todos
iguales en la fiesta democratizadora de la literatura. En la habitación
contigua de nuestro hotel, la actriz Marta Poveda, cuelga de la puerta el
cartel perpetuo de «no molestar»: está ensayando La francesa Laura, de Lope. Otras veces, es fácil ver a Irene
Pardo, la directora del festival, paseando por la plaza con su coqueta
bicicleta floreada, como cerciorándose de que todo anda bien. Por la noche, los
reflectores proyectan sobre la plaza diferentes luces de colores y el pavimento
se tiñe policromo como si estuviéramos sobra las tablas de un escenario.
Actores también nosotros del teatro del mundo y de la vida. Cuando uno debe, al
fin, abandonar Almagro, siente una suerte de destierro. Algo parecido a lo que
deben de sentir los actores una vez se apagan las candilejas y el mundo de
afuera se vuelve más prosaico. Cuando la vida no es bastante o cuando la vida
es demasiado.
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