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lunes, 29 de julio de 2024

659. Que bien sé yo la fuente...

 


Dice María Belmonte que las fuentes son “paisajes sonoros” capaces de comunicarse con nuestro subconsciente, de modo que el agua está íntimamente ligada a la historia de la humanidad. Por ello, en El murmullo del agua nos presenta un interesantísimo viaje desde la Antigüedad grecolatina hasta el Barroco desgranando qué concepto se tenía del agua y la importancia que se le otorgaba a este elemento fundamental. Lejos de una visión pesimista o catastrofista (que sería legítima si tenemos en cuenta lo poco valorado que suele ser en la actualidad un bien tan necesario como el agua), la autora ofrece una visión celebratoria del agua y de todos los elementos relacionados con ella: las fuentes, los jardines, los ríos, los mares y las divinidades acuáticas.

De su mano, buceamos por la veneración que Grecia hacía al agua, considerada un regalo de los dioses con propiedades mágicas, fecundativas y regenerativas que vertebraba toda la vida cotidiana de la población. Así, la literatura da buena cuenta de ello y han quedado para la posteridad mitos relacionados con el agua y lugares cargados de magia como la fuente Castalia o el manantial Hipocrene. Especialmente interesante es el capítulo dedicado a las ninfas, moradoras del agua, portadoras de un aura de sensualidad y de sexualidad que podían llegar a producir ninfolepsia.

La travesía continúa por Roma, donde se seguía venerando el agua pero se desarrolló la idea de que dominar el agua era símbolo de poder y prestigio. Por ello, será esta la época de la construcción de acueductos, ninfeos, termas y fuentes. La autora ofrece enriquecedoras explicaciones sobre la construcción de estos elementos de ingeniería hidráulica y sugestivas historias, como la de la fuente Pliniana, misteriosa porque su caudal crece y decrece tres veces al día.

El murmullo del agua nos permite sumergirnos en el fascinante mundo del Renacimiento italiano. Por las páginas de este capítulo desfilan personajes como Lorenzo de Médicis, Botticelli, M. Ángel, Rafael o Ficino que nos sirven de cicerones para adentrarnos en la Academia Platónica Florentina y comprender que el arte era concebido como una vía para elevar el alma y recordarle su origen divino. Esta teoría neoplatónica se trasladó también a los parques y jardines, lugares propicios para purificar el alma a través de un viaje iniciático con el agua como guía. Por ello, serán lugares plagados de interesantes símbolos que la autora comenta con detalle y que ejemplifica con espacios tan maravillosos como los Jardines de Boboli o la Villa de Castedo.

La corriente de agua nos lleva hasta el Barroco, momento en que el poder papal utilizó el arte para difundir la doctrina de la Contrarreforma. Belmonte detalla la transformación de Roma que ideó Sixto V y cómo resolvió el problema del suministro del agua. Siguiendo la estela de este Papa, las fuentes se convertirían en símbolo de la iconografía cristiana. El binomio Roma más fuentes nos lleva inevitablemente a Bernini, “l’amico dell’ acqua”, a quien la autora dedica un capítulo en el que desgrana detalles de su vida y, por supuesto, de sus principales obras, para terminar con un sugestivo paseo por las calles de la ciudad eterna.

La obra de María Belmonte no es solo un interesante tratado teórico sobre la concepción del agua en distintas épocas, muy bien documentado y de amena lectura, sino que constituye una obra total, trufada con experiencias personales, con referencias a disciplinas artísticas como la pintura, la arquitectura, la literatura o el cine que coquetea, además, con la literatura de viajes pues este “murmullo” despierta, sin duda, la necesidad de conocer in situ esos lugares tan sugestivos, tan cargados de historia y de belleza.

Cuenta la escritora que el germen de El murmullo del agua fue la lectura de Delight, de J. B. Priestley, obra en la que el autor enumeraba placeres de la vida que le reportaban felicidad y uno de ellos eran las fuentes. Si yo tuviera que preparar un listado similar, incluiría, sin duda, la lectura de este libro de María Belmonte que, al igual que las fuentes, constituye toda una experiencia sensorial para el lector pues es una lectura que se oye, que se ve, que se saborea, que desprende aroma a agua, a bosque, a mitología, a épocas pretéritas y que, con todo, acaricia el alma.

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