Uno de los grandes riesgos de
la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella
se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso,
de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de
todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos
una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho
que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la
nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género
albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de
trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse
interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso
individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe
detrás de esas páginas. Creo que Teoría
general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa
premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su
popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las
escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente
marginal.
Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias
que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de
algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular,
el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época,
mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de
las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el
servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza
redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el
deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de
Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del
cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera
obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es
autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González
Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos
que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de
equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo
malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta
predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues
entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el
mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque
con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir
y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su
relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman
una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden
una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que
solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a
ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en
una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables,
y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y
de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.
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