Se cumplen en este
2024 los 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Como la efeméride
es natalicia, repararemos también en los inicios de uno de los personajes más
emblemáticos del escritor, filósofo y periodista británico: su entrañable Padre
Brown.
La primera vez que
el famoso detective aparece en la obra de Chesterton es en su libro de relatos The Innocence of Father Brown, editado
en 1911 por Miss D. E. Collins, y traducido en España, creo que acertadamente
dada su posible ambigüedad semántica, como El
candor del Padre Brown. En efecto, los doce relatos que conforman el libro
los protagoniza este párroco rechoncho y aparentemente insignificante, «casi
ridículo de puro candoroso», al decir de la contraportada de la edición de
Anaya que hemos manejado, y que, sin embargo, es capaz de calar con precisión
de escalpelo, las debilidades y contradicciones de la naturaleza humana.
Inspirado en su amigo, el Padre John O’Connor,
nuestro personaje se estrena en el relato «La cruz azul», ayudando casi
accidentalmente al ilustre inspector de la policía parisina, Valentin,
obsesionado por capturar a uno de los ladrones más escurridizos del continente,
de nombre Flambeau, hecho que no llega a producirse. A partir de este momento,
el lector cree ya configurado el típico binomio detectivesco, a la manera de
Holmes y Watson. Nada más lejos de la realidad, pues en «El jardín secreto», es
el propio Padre Brown quien desenmascara al asesino del relato en cuestión que,
sorprendentemente no es otro que el propio Valentin. Más tarde, veremos a un
redimido Flambeau acompañando al Padre Brown en sus vicisitudes. Quizás de
forma algo maniquea, Chesterton, convertido al catolicismo y férreo defensor de
las bondades de su fe, elimina a Valentin de la ecuación, pues este, desde un
cientifismo radical, abomina de la religión por considerarla oscurantista.
De los relatos de
Chesterton, sorprenden los vericuetos impredecibles de los razonamientos del
Padre Brown para desvelar los misteriosos crímenes, que apelan a un impecable
sentido de la lógica pero también a la intuición que nace de quien conoce bien
las miserias y demonios del alma. En algunos relatos, como «El martillo de
Dios», uno de mis favoritos, la trama casi es lo de menos al lado de la lección
humana, tan edificante, que allí se dilucida. Otros relatos incluyen atmósferas
románticas y casi místicas como en «La honradez de Israel Gow», ambientada en
la telúrica Escocia.
El rasgo más
característico del Padre Brown es su función redentora o encauzadora de los
delincuentes a los que descubre. En varias ocasiones, los deja marchar después
de mantener con ellos una charla confidencial cuyo contenido es vetado incluso
al propio lector. Es así como enderezó la vida de Flambeau.
Por lo demás,
destaca el estilo del narrador, tras el que se esconde, sin complejos, el
propio Chesterton. Su mirada afilada, irónica, sutilísima, con un humor fino e
inteligente, siempre del lado del débil, y muy crítica con las clases
pudientes, destila la realidad moral y social de su época para conformar un
corpus ético muy definido donde sobresalen triunfantes virtudes como la bondad
o la indulgencia del error que no permiten al autor juzgar o condenar a las
personas. Una lección que conviene no olvidar en este tiempo nuestro de
inquisidores prestos siempre a la lapidación.
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