El granadino David
Ferrez Gutiérrez ha obtenido el Premio Elena Martín Vivaldi de poesía con su
último libro Un rostro muerto en el
espejo que ahora publica la editorial Cuadranta. Hay en el libro de Ferrez
una tendencia hacia una suerte de perspectivismo híbrido en el que la
experiencia individual, íntima y existencialista, se solapa en el espejo en el
que se mira, con las realidades sociales, algunas de cuyas lacras se denuncian en
el poemario. De ese modo, la imagen en el espejo responde eliminando la
dicotomía yo-otredad para ensamblarse
en una misma identidad que trasciende el prurito solidario de la poesía social.
Como el héroe
antiguo, el transeúnte de la derrota que vemos en «El eco de tus pasos» anhela
durante gran parte del poemario emprender su particular nóstos con el fin de reencontrarse con una especie de esencia
primigenia donde restaurar aquel origen en el que reconocerse para volver a
empezar; es el viajero «que desanda el camino andado / en una búsqueda ingenua
/ de los tiempos venideros»; el «suave deseo por descubrirnos / que nos vuelve
desnudos / a la orilla de la certidumbre». No obstante, la ciudad que acoge al regresado
ya nunca es la misma y en las fotografías color sepia de la infancia, el poeta
casi no sabe distinguir su propia figura.
La desazón y
desorientación vital se manifiestan entonces en poemas metafísicos de corte
nihilista donde las horas muertas nos recuerdan «la ingrata costumbre / de ir
muriendo un poco cada día»; cada amanecer seca «las raíces del cuerpo» y el
sudor de la frente «nos envuelve en su mortaja». «Solo la muerte pervive y
permanece» y en el silencio «es la nada quien te nombra». Y, sin embargo, la
propia conciencia del yo, en esa mirada introspectiva, ilumina con su llama
tenue todos nuestros sótanos «frente a la bestia / en esta noche encerrada /
cuerpo adentro». Tampoco el amor acude a la redención cuando, en la cama, el
poeta busca en vano, pese a los ecos místicos de san Juan de la Cruz («sin otra
luz y guía») la piel de la persona amada. En el cementerio, no hay una lápida
que visitar y al volver a casa, tras el trabajo, una mujer recibe al poeta
enfrascada en su labor de «zurcirle las hebras / a un corazón blanco, sin
historia», con los ojos extraviados que ya no le reconocen.
El mundo de afuera
se superpone en el espejo donde se refleja nuestro propio rostro y nos muestra las
ciudades asoladas por las guerras ante el silencio de Dios; los trabajadores,
si no sufren el paro o un accidente laboral, cumplen su penitencia genesíaca y
pagan su muerte adelantada; los nacionalismos hacen su negocio a costa del
patriota, el tonto útil; un nuevo caso de violencia de género resquebraja la
madrugada aunque, tras la estridencia de la ambulancia, «los vecinos recuperan,
/ poco a poco, el sueño»; los turistas se bañan en las playas a donde no
pudieron llegar los migrantes: «la dignidad es un pasaporte»; las víctimas de
las casas de apuestas sufren «la intransigente indiferencia / del azar y sus
algoritmos»; un bebé muerto aparece en la cinta de transporte de un basurero;
los ciudadanos anestesiados van acostumbrándose a las ventajas del progreso:
las carnes procesadas, la fruta envuelta en plástico y la contaminación. Y, en
fin, reformulando la máxima guilleniana, «este mundo está bien hecho / para una
inmensa minoría».
Con esa lírica
cruel y diáfana de la cotidianidad, David Ferrez muestra ese rostro muerto ante
el espejo, que es el mismo en el que se miran millones de personas, y cuyo
azogue purulento nos interpela para defendernos contra la resignación.