lunes, 26 de mayo de 2025

690. El azogue en el espejo

 


El granadino David Ferrez Gutiérrez ha obtenido el Premio Elena Martín Vivaldi de poesía con su último libro Un rostro muerto en el espejo que ahora publica la editorial Cuadranta. Hay en el libro de Ferrez una tendencia hacia una suerte de perspectivismo híbrido en el que la experiencia individual, íntima y existencialista, se solapa en el espejo en el que se mira, con las realidades sociales, algunas de cuyas lacras se denuncian en el poemario. De ese modo, la imagen en el espejo responde eliminando la dicotomía yo-otredad para ensamblarse en una misma identidad que trasciende el prurito solidario de la poesía social.

Como el héroe antiguo, el transeúnte de la derrota que vemos en «El eco de tus pasos» anhela durante gran parte del poemario emprender su particular nóstos con el fin de reencontrarse con una especie de esencia primigenia donde restaurar aquel origen en el que reconocerse para volver a empezar; es el viajero «que desanda el camino andado / en una búsqueda ingenua / de los tiempos venideros»; el «suave deseo por descubrirnos / que nos vuelve desnudos / a la orilla de la certidumbre». No obstante, la ciudad que acoge al regresado ya nunca es la misma y en las fotografías color sepia de la infancia, el poeta casi no sabe distinguir su propia figura.

La desazón y desorientación vital se manifiestan entonces en poemas metafísicos de corte nihilista donde las horas muertas nos recuerdan «la ingrata costumbre / de ir muriendo un poco cada día»; cada amanecer seca «las raíces del cuerpo» y el sudor de la frente «nos envuelve en su mortaja». «Solo la muerte pervive y permanece» y en el silencio «es la nada quien te nombra». Y, sin embargo, la propia conciencia del yo, en esa mirada introspectiva, ilumina con su llama tenue todos nuestros sótanos «frente a la bestia / en esta noche encerrada / cuerpo adentro». Tampoco el amor acude a la redención cuando, en la cama, el poeta busca en vano, pese a los ecos místicos de san Juan de la Cruz («sin otra luz y guía») la piel de la persona amada. En el cementerio, no hay una lápida que visitar y al volver a casa, tras el trabajo, una mujer recibe al poeta enfrascada en su labor de «zurcirle las hebras / a un corazón blanco, sin historia», con los ojos extraviados que ya no le reconocen.

El mundo de afuera se superpone en el espejo donde se refleja nuestro propio rostro y nos muestra las ciudades asoladas por las guerras ante el silencio de Dios; los trabajadores, si no sufren el paro o un accidente laboral, cumplen su penitencia genesíaca y pagan su muerte adelantada; los nacionalismos hacen su negocio a costa del patriota, el tonto útil; un nuevo caso de violencia de género resquebraja la madrugada aunque, tras la estridencia de la ambulancia, «los vecinos recuperan, / poco a poco, el sueño»; los turistas se bañan en las playas a donde no pudieron llegar los migrantes: «la dignidad es un pasaporte»; las víctimas de las casas de apuestas sufren «la intransigente indiferencia / del azar y sus algoritmos»; un bebé muerto aparece en la cinta de transporte de un basurero; los ciudadanos anestesiados van acostumbrándose a las ventajas del progreso: las carnes procesadas, la fruta envuelta en plástico y la contaminación. Y, en fin, reformulando la máxima guilleniana, «este mundo está bien hecho / para una inmensa minoría».

Con esa lírica cruel y diáfana de la cotidianidad, David Ferrez muestra ese rostro muerto ante el espejo, que es el mismo en el que se miran millones de personas, y cuyo azogue purulento nos interpela para defendernos contra la resignación.

lunes, 19 de mayo de 2025

689. La mujer diccionario

 


Andrés Neuman ha tomado una cita de Emily Dickinson para dar título a su última incursión en la narrativa, y no podía haber escogido mejor pues esa forma especial de mirar las palabras, esa vocación casi obsesiva por estudiarlas, por dominarlas, por conocerlas, por masticarlas hasta obtener de ellas su más mínimo matiz semántico se condensa acertadamente en el verbo “brillar”. Que brillaran es lo que consiguió precisamente María Moliner, protagonista de la obra, con las palabras que dieron forma a su famosísimo diccionario, al igual que brilló ella en una época oscura de nuestra historia reciente, pese a las no pocas dificultades a las que tuvo que hacer frente y pese a las múltiples injusticias que vivió simplemente por ser mujer. Neuman dibuja una semblanza de la bibliotecaria aragonesa remontándose a su infancia y hace un recorrido por toda su trayectoria vital en el que se narran los acontecimientos personales y profesionales más destacados con los que queda patente la vinculación casi sagrada que tuvo desde la más tierna edad con la lengua, con las palabras. De modo que logra perfilar un personaje muy redondo cuyas experiencias condicionaron o justificaron su manera de actuar a lo largo de toda su vida, desde el momento en que tuvo que pelear para poder estudiar hasta sus últimos años, cuando una enfermedad, que fue mermando su capacidad para comunicarse, no impidió que siguiera intentando articular sonidos y sílabas. En este sentido, resulta especialmente hermoso el episodio en que la niña María está aprendiendo a hablar y juega a estirar las sílabas de las palabras, las examina demostrando su capacidad de asombro ante la maravilla del lenguaje; así como los momentos en que se dedica al cuidado de sus plantas, trasunto de las palabras a las que durante tantos años cuidó, adecentó y purgó de “plagas”, pues ella concebía “la lengua como un cuerpo en mutación, el vocabulario como un órgano vital”.

Neuman vuelve a demostrar que domina con maestría las palabras ya que consigue una naturalidad en su forma de narrar que lleva al lector en volandas por este hermoso y merecido homenaje a una mujer valiente y luchadora, trabajadora infatigable, que estudió incansablemente hasta formarse, que trabajó como bibliotecaria durante la República, llegando a gestionar un centenar de bibliotecas rurales junto a las Misiones Pedagógicas, que sufrió la depuración franquista y que con cincuenta años se embarcó en el que sería el gran proyecto de su vida: la elaboración de un diccionario cuya extensión duplicaría el de la RAE y cuya principal finalidad era revisar y actualizar las definiciones de las palabras. La parte en la que Neuman nos muestra a María Moliner trabajando incansablemente durante quince años en la preparación de esta obra es interesantísima, pues conocemos su método de trabajo, el impacto familiar que supuso, su aislamiento social, los entresijos editoriales, las dificultades que tuvo que sortear y otras anécdotas que perfilan, más si cabe, el retrato de una mujer comprometida hasta límites insospechados con su amor por la lengua, hasta el punto de que llega a convertirse ella misma en su diccionario (“¡Usted piensa en fichas!”, le dirán). Un gran acierto es la reproducción de las famosas fichas que Moliner preparó de cada palabra. Aparecen recuadradas y con una tipografía diferente e ilustran cómo redactaba las definiciones, completando, modificando, ampliando matices, atreviéndose a incluir lo que en otros diccionarios se había obviado o silenciado. Estos ejemplos no son traídos al azar, sino que Neuman los va enlazando con el momento vital de la autora que está mostrando en cada momento, lo que constituye todo un acierto pues cada definición interpela a su propia historia personal y se forma así una suerte de autobiografía incrustada en su diccionario.

Estructuralmente, la obra resulta también novedosa pues aparece una única escena dividida en cuatro partes entre las que se intercala la vida de María Moliner agrupada por lapsos de fechas. Esa escena, en la que ella recibe la visita de Dámaso Alonso, plasma otro de los grandes retos que quiso lograr nuestra protagonista: ingresar en la RAE, desafiando así la arcaica normativa que impedía el acceso de mujeres y ratificando su voluntad de enfrentarse a la institución que se arrogaba la guardia y custodia de nuestra lengua, no sólo con la redacción de su diccionario sino queriendo formar parte de la misma para contribuir a su modernización. No lo consiguió, pero su legado sigue brillando con luz propia en nuestras bibliotecas y estanterías, por lo que, sin duda, María Moliner ha conseguido trascender a través de su amor a las palabras. Y es que ella misma se ha hecho palabra y respira cada vez que alguien abre su diccionario. No se me ocurre mejor manera de estar viva.  

lunes, 5 de mayo de 2025

688. Tras los pasos de Pedro Saputo

 


No hay vecino de Almudévar que no lleve a gala compartir paisanaje con el gran Pedro Saputo, el personaje fabulado por Braulio Foz en 1844. Tanto es así que los almudevanos han adoptado «saputo» como gentilicio no oficial y así prefieren llamarse. Al llegar al pueblo nos encontramos con la calle Saputo, lo que nos hizo pensar que allí la tradición debió de haber ubicado la casa natal del insigne hijo de Almudévar, casa que Foz sitúa en su novela en la hoy (y quizás entonces) inexistente calle del Horno de afuera. Comoquiera que confiamos en la distribución gremial del callejero tradicional, nos dirigimos a la panadería Tolosana, celebérrima por su deliciosa «trenza de Almudévar», donde su dependienta nos asegura que la casa estaba en la pequeña plazoleta que se abre en la calle Masevilla. Visitamos también la Balsa de la Culada, cuyo origen –según Foz– está también relacionado con Pedro Saputo. Y es que, al regreso de uno de sus múltiples viajes, Saputo halló a sus conciudadanos tratando de enderezar con una cuerda la torre de la iglesia de la Asunción, que andaba ya muy escorada. Espantado por la necedad de sus vecinos, se prestó a ayudarlos pero, sin que se dieran cuenta, manipuló, rasgándolo, el cabo de la cuerda, de modo que al tirar todos de ella, aquella cedió y dieron todos de culo en el suelo con tal violencia que crearon el enorme boquete que es hoy la balsa. El anacronismo es evidente, pues la balsa ya existía en el siglo XVI. Quisimos también ver la ermita de la Virgen de la Corona, patrona de Almudévar, donde Saputo pintó los frescos de su interior, pero nos tuvimos que conformar con visitarla desde fuera y leer frente a ella el pasaje correspondiente. Finalmente, acudimos a la Biblioteca Pedro Saputo, donde nos atendió amabilísimamente Belén Peña Huerva, que lleva 30 años de bibliotecaria en Almudévar, y que nos mostró varias ediciones de la obra de Braulio Foz.

La Vida de Pedro Saputo, a medio camino entre la tradición oral y la inventiva de Foz, narra al modo del género itinerante picaresco las aventuras de este niño prodigio, dechado de virtudes, precocísimo pintor, músico, lingüista, médico y donjuán, que siendo aún muy joven se lanza a los caminos para aprender de la vida. Puede seguirse su prolijo itinerario oscense si se tiene tiempo. Nosotros, además de Almudévar, solo pudimos completar algunos de sus muchos hitos viajeros: Aínsa, «pueblo entonces de quinientos vecinos y ahora de poco más de ciento, habiendo sido quemado en la guerra de Sucesión y arruinándose poco ha sus hermosos fuertes»; Jaca, «de donde subió a San Juan de la Peña. ¡Oh, con qué respeto y amor veneró las cenizas de nuestros reyes allí enterrados»; la hermosa Alquézar, desde donde Saputo ascendió la sierra de Guara para contemplar desde su cima la preciosa estampa del Somontano; Loharre, que visitó dos veces, una para contemplar su imponente fortaleza, y otra siguiendo el itinerario señalado por su padre para hallar esposa de entre la lista de candidatas ideada por aquel, solo que a la lobarresa «la halló tan berroqueña de genio, que parecía cortada de las peñas de la sierra vecina». A Graus no pudimos llegar, pero dimos buena cuenta de su famosa longaniza, que compramos en La Confianza, de Huesca, la evocadora tienda de ultramarinos más antigua de España. Y no quisimos llegarnos a Barbastro, que tantos desaires provocó en nuestro buen Saputo, pero bebimos un Zinca d’anfora de esa tierra –Saputo nos perdone– en el restaurante La Goyosa. Conviene acercarse también a Sariñena, en cuyo convento Saputo, disfrazado de mujer, vivió oculto tras un desagradable lance en Huesca.

Los viajes de Saputo no se limitaron a la provincia de Huesca, sino a parte de España. En lo tocante a nuestra tierra, vivió como médico un tiempo en Villajoyosa, de la que se ensalza su vocación marinera. En la novela, Saputo desaparece en misteriosas circunstancias de camino a la corte. Pareciera augurio de la suerte posterior de la figura de Braulio Foz en la literatura.