lunes, 9 de junio de 2025

691. Rubén Bleda, flâneur del desencanto

 


Con un poco de suerte, editores atentos y lealtad a su propuesta estilística, el camino literario de Rubén Bleda se antoja ciertamente interesante. Al menos, eso se infiere de su brillante debut literario, auspiciado por la editorial Sloper, cuyo título, Iba yo a ninguna parte, contradice –sin razón– el halagüeño vaticinio de marras: Rubén sí va a alguna parte, vaya que si va.

El libro, que contiene 44 textos escritos entre 2014 y 2021, queda vertebrado por una insobornable voluntad de estilo al servicio de una misma atmósfera, casi baudeleriana, con su poquito de spleen y su pizquita de flânerie. Nuestro interlocutor adolece de una incurable atonía vital que cobra carta de naturaleza a través de una cotidianidad trascendida por la mirada del escritor. Es ese tamiz el que diferencia al mero cronista de los días, del poeta. La melancolía y el corazón brumoso se alimentan del nihilismo de los domingos; de las estériles siestas de verano con su mundo varado; de otoños donde «la soledad se ha vuelto caediza y alfombra», soledad que tiende a «soledumbre»); de despertares sin objeto que anulan la voluntad de levantarse siquiera de la cama; de la única autonomía posible, la del suicidio.

Parte de esa lasitud responde al balance de las ilusiones truncadas, cuando las posibilidades han perdido ya su potencia y los sueños son solo ya, como mucho, aspiraciones; cuando se porfía vanamente en el enésimo intento a sabiendas de su correspondiente fracaso (precioso su «Bautismo de barro»); cuando la vida se reduce al mero adocenamiento para perpetuar los roles asignados; cuando las lista de las cosas por hacer, otrora mapa de un itinerario vital, es ahora solo un papel arrugado, difuso, perdido; cuando el soñador ha devenido en cínico; cuando el búho que accidentalmente se cuela por su ventana abierta resulta no ser Atenea ( o sí, pero qué quería).

El paso del tiempo, con obsesión gildebiedmana, hace sentirse al autor viejo a los treinta años y los pecios de la edad se hallan en la piel muerta que constituye el polvo de la casa o en la aduaz metáfora de una mala digestión. El asidero de los recuerdos tampoco sirve, pues la memoria es una falacia o un mero constructo artificioso donde cada cual busca, a retazos, su «verano rubio de tardes azules». Y, sin embargo, Bleda clava su pica en esa insatisfacción, abanderando con ella la tierra baldía de su desazón y convirtiéndola en una identidad, esa «forma anfibia de respiración» que consiste en vivir hacia afuera y hacia adentro a la vez; desafiando a los que se muestran seguros de sí mismos porque creen saber lo que quieren, cuando la verdadera aventura es no saberlo; resistiendo el crepúsculo, como se retrasa el ocaso en su hecatombe en el precioso «Autorretrato en sol ausente»; aferrándose a la promesa de los lunes laborales que «zurce[n] cicatrices para mis huecos clamorosos». Y, en último término, siempre quedan los amigos, un momento de plenitud en una carretera hacia el sur o la literatura, esa literatura que lucha contra la ramplonería y que esquiva, altanera, encastillada, umbraliana, a los críticos que la llaman «pedante»; la literatura que huye, irónica, de la gloria porque no hay espacio ya para tanta gloria.

No faltan textos críticos de naturaleza social, donde se denuncian los estragos de la turistificación; la precariedad laboral; el nuevo narcisismo; la despersonalización de las fiestas autóctonas; o reflexiones de corte ecologista. También hay lugar para el humor (siempre con su sonrisa de acíbar) o los textos lúdicos. El libro se completa, casi como un epílogo, con varios textos herederos del tiempo pandémico y algunas estampas de viajes.

Con hermosísima prosa, los textos de Bleda pueden leerse como auténticos poemas. Hay en ellos juegos de palabras, hallazgos metafóricos sorprendentes, bellas y sugestivas evocaciones. Jalonan las páginas ecos de Byron, Manrique, Sartre, Wincklemann, Cocteau, Adler, Gil de Biedma, Heidegger, Malraux, Rousseau, Umbral, Goethe, Wilde…), brújulas que orientan firme el paso para aquel que creía que no iba a ninguna parte. Y vaya si iba.

lunes, 26 de mayo de 2025

690. El azogue en el espejo

 


El granadino David Ferrez Gutiérrez ha obtenido el Premio Elena Martín Vivaldi de poesía con su último libro Un rostro muerto en el espejo que ahora publica la editorial Cuadranta. Hay en el libro de Ferrez una tendencia hacia una suerte de perspectivismo híbrido en el que la experiencia individual, íntima y existencialista, se solapa en el espejo en el que se mira, con las realidades sociales, algunas de cuyas lacras se denuncian en el poemario. De ese modo, la imagen en el espejo responde eliminando la dicotomía yo-otredad para ensamblarse en una misma identidad que trasciende el prurito solidario de la poesía social.

Como el héroe antiguo, el transeúnte de la derrota que vemos en «El eco de tus pasos» anhela durante gran parte del poemario emprender su particular nóstos con el fin de reencontrarse con una especie de esencia primigenia donde restaurar aquel origen en el que reconocerse para volver a empezar; es el viajero «que desanda el camino andado / en una búsqueda ingenua / de los tiempos venideros»; el «suave deseo por descubrirnos / que nos vuelve desnudos / a la orilla de la certidumbre». No obstante, la ciudad que acoge al regresado ya nunca es la misma y en las fotografías color sepia de la infancia, el poeta casi no sabe distinguir su propia figura.

La desazón y desorientación vital se manifiestan entonces en poemas metafísicos de corte nihilista donde las horas muertas nos recuerdan «la ingrata costumbre / de ir muriendo un poco cada día»; cada amanecer seca «las raíces del cuerpo» y el sudor de la frente «nos envuelve en su mortaja». «Solo la muerte pervive y permanece» y en el silencio «es la nada quien te nombra». Y, sin embargo, la propia conciencia del yo, en esa mirada introspectiva, ilumina con su llama tenue todos nuestros sótanos «frente a la bestia / en esta noche encerrada / cuerpo adentro». Tampoco el amor acude a la redención cuando, en la cama, el poeta busca en vano, pese a los ecos místicos de san Juan de la Cruz («sin otra luz y guía») la piel de la persona amada. En el cementerio, no hay una lápida que visitar y al volver a casa, tras el trabajo, una mujer recibe al poeta enfrascada en su labor de «zurcirle las hebras / a un corazón blanco, sin historia», con los ojos extraviados que ya no le reconocen.

El mundo de afuera se superpone en el espejo donde se refleja nuestro propio rostro y nos muestra las ciudades asoladas por las guerras ante el silencio de Dios; los trabajadores, si no sufren el paro o un accidente laboral, cumplen su penitencia genesíaca y pagan su muerte adelantada; los nacionalismos hacen su negocio a costa del patriota, el tonto útil; un nuevo caso de violencia de género resquebraja la madrugada aunque, tras la estridencia de la ambulancia, «los vecinos recuperan, / poco a poco, el sueño»; los turistas se bañan en las playas a donde no pudieron llegar los migrantes: «la dignidad es un pasaporte»; las víctimas de las casas de apuestas sufren «la intransigente indiferencia / del azar y sus algoritmos»; un bebé muerto aparece en la cinta de transporte de un basurero; los ciudadanos anestesiados van acostumbrándose a las ventajas del progreso: las carnes procesadas, la fruta envuelta en plástico y la contaminación. Y, en fin, reformulando la máxima guilleniana, «este mundo está bien hecho / para una inmensa minoría».

Con esa lírica cruel y diáfana de la cotidianidad, David Ferrez muestra ese rostro muerto ante el espejo, que es el mismo en el que se miran millones de personas, y cuyo azogue purulento nos interpela para defendernos contra la resignación.

lunes, 19 de mayo de 2025

689. La mujer diccionario

 


Andrés Neuman ha tomado una cita de Emily Dickinson para dar título a su última incursión en la narrativa, y no podía haber escogido mejor pues esa forma especial de mirar las palabras, esa vocación casi obsesiva por estudiarlas, por dominarlas, por conocerlas, por masticarlas hasta obtener de ellas su más mínimo matiz semántico se condensa acertadamente en el verbo “brillar”. Que brillaran es lo que consiguió precisamente María Moliner, protagonista de la obra, con las palabras que dieron forma a su famosísimo diccionario, al igual que brilló ella en una época oscura de nuestra historia reciente, pese a las no pocas dificultades a las que tuvo que hacer frente y pese a las múltiples injusticias que vivió simplemente por ser mujer. Neuman dibuja una semblanza de la bibliotecaria aragonesa remontándose a su infancia y hace un recorrido por toda su trayectoria vital en el que se narran los acontecimientos personales y profesionales más destacados con los que queda patente la vinculación casi sagrada que tuvo desde la más tierna edad con la lengua, con las palabras. De modo que logra perfilar un personaje muy redondo cuyas experiencias condicionaron o justificaron su manera de actuar a lo largo de toda su vida, desde el momento en que tuvo que pelear para poder estudiar hasta sus últimos años, cuando una enfermedad, que fue mermando su capacidad para comunicarse, no impidió que siguiera intentando articular sonidos y sílabas. En este sentido, resulta especialmente hermoso el episodio en que la niña María está aprendiendo a hablar y juega a estirar las sílabas de las palabras, las examina demostrando su capacidad de asombro ante la maravilla del lenguaje; así como los momentos en que se dedica al cuidado de sus plantas, trasunto de las palabras a las que durante tantos años cuidó, adecentó y purgó de “plagas”, pues ella concebía “la lengua como un cuerpo en mutación, el vocabulario como un órgano vital”.

Neuman vuelve a demostrar que domina con maestría las palabras ya que consigue una naturalidad en su forma de narrar que lleva al lector en volandas por este hermoso y merecido homenaje a una mujer valiente y luchadora, trabajadora infatigable, que estudió incansablemente hasta formarse, que trabajó como bibliotecaria durante la República, llegando a gestionar un centenar de bibliotecas rurales junto a las Misiones Pedagógicas, que sufrió la depuración franquista y que con cincuenta años se embarcó en el que sería el gran proyecto de su vida: la elaboración de un diccionario cuya extensión duplicaría el de la RAE y cuya principal finalidad era revisar y actualizar las definiciones de las palabras. La parte en la que Neuman nos muestra a María Moliner trabajando incansablemente durante quince años en la preparación de esta obra es interesantísima, pues conocemos su método de trabajo, el impacto familiar que supuso, su aislamiento social, los entresijos editoriales, las dificultades que tuvo que sortear y otras anécdotas que perfilan, más si cabe, el retrato de una mujer comprometida hasta límites insospechados con su amor por la lengua, hasta el punto de que llega a convertirse ella misma en su diccionario (“¡Usted piensa en fichas!”, le dirán). Un gran acierto es la reproducción de las famosas fichas que Moliner preparó de cada palabra. Aparecen recuadradas y con una tipografía diferente e ilustran cómo redactaba las definiciones, completando, modificando, ampliando matices, atreviéndose a incluir lo que en otros diccionarios se había obviado o silenciado. Estos ejemplos no son traídos al azar, sino que Neuman los va enlazando con el momento vital de la autora que está mostrando en cada momento, lo que constituye todo un acierto pues cada definición interpela a su propia historia personal y se forma así una suerte de autobiografía incrustada en su diccionario.

Estructuralmente, la obra resulta también novedosa pues aparece una única escena dividida en cuatro partes entre las que se intercala la vida de María Moliner agrupada por lapsos de fechas. Esa escena, en la que ella recibe la visita de Dámaso Alonso, plasma otro de los grandes retos que quiso lograr nuestra protagonista: ingresar en la RAE, desafiando así la arcaica normativa que impedía el acceso de mujeres y ratificando su voluntad de enfrentarse a la institución que se arrogaba la guardia y custodia de nuestra lengua, no sólo con la redacción de su diccionario sino queriendo formar parte de la misma para contribuir a su modernización. No lo consiguió, pero su legado sigue brillando con luz propia en nuestras bibliotecas y estanterías, por lo que, sin duda, María Moliner ha conseguido trascender a través de su amor a las palabras. Y es que ella misma se ha hecho palabra y respira cada vez que alguien abre su diccionario. No se me ocurre mejor manera de estar viva.  

lunes, 5 de mayo de 2025

688. Tras los pasos de Pedro Saputo

 


No hay vecino de Almudévar que no lleve a gala compartir paisanaje con el gran Pedro Saputo, el personaje fabulado por Braulio Foz en 1844. Tanto es así que los almudevanos han adoptado «saputo» como gentilicio no oficial y así prefieren llamarse. Al llegar al pueblo nos encontramos con la calle Saputo, lo que nos hizo pensar que allí la tradición debió de haber ubicado la casa natal del insigne hijo de Almudévar, casa que Foz sitúa en su novela en la hoy (y quizás entonces) inexistente calle del Horno de afuera. Comoquiera que confiamos en la distribución gremial del callejero tradicional, nos dirigimos a la panadería Tolosana, celebérrima por su deliciosa «trenza de Almudévar», donde su dependienta nos asegura que la casa estaba en la pequeña plazoleta que se abre en la calle Masevilla. Visitamos también la Balsa de la Culada, cuyo origen –según Foz– está también relacionado con Pedro Saputo. Y es que, al regreso de uno de sus múltiples viajes, Saputo halló a sus conciudadanos tratando de enderezar con una cuerda la torre de la iglesia de la Asunción, que andaba ya muy escorada. Espantado por la necedad de sus vecinos, se prestó a ayudarlos pero, sin que se dieran cuenta, manipuló, rasgándolo, el cabo de la cuerda, de modo que al tirar todos de ella, aquella cedió y dieron todos de culo en el suelo con tal violencia que crearon el enorme boquete que es hoy la balsa. El anacronismo es evidente, pues la balsa ya existía en el siglo XVI. Quisimos también ver la ermita de la Virgen de la Corona, patrona de Almudévar, donde Saputo pintó los frescos de su interior, pero nos tuvimos que conformar con visitarla desde fuera y leer frente a ella el pasaje correspondiente. Finalmente, acudimos a la Biblioteca Pedro Saputo, donde nos atendió amabilísimamente Belén Peña Huerva, que lleva 30 años de bibliotecaria en Almudévar, y que nos mostró varias ediciones de la obra de Braulio Foz.

La Vida de Pedro Saputo, a medio camino entre la tradición oral y la inventiva de Foz, narra al modo del género itinerante picaresco las aventuras de este niño prodigio, dechado de virtudes, precocísimo pintor, músico, lingüista, médico y donjuán, que siendo aún muy joven se lanza a los caminos para aprender de la vida. Puede seguirse su prolijo itinerario oscense si se tiene tiempo. Nosotros, además de Almudévar, solo pudimos completar algunos de sus muchos hitos viajeros: Aínsa, «pueblo entonces de quinientos vecinos y ahora de poco más de ciento, habiendo sido quemado en la guerra de Sucesión y arruinándose poco ha sus hermosos fuertes»; Jaca, «de donde subió a San Juan de la Peña. ¡Oh, con qué respeto y amor veneró las cenizas de nuestros reyes allí enterrados»; la hermosa Alquézar, desde donde Saputo ascendió la sierra de Guara para contemplar desde su cima la preciosa estampa del Somontano; Loharre, que visitó dos veces, una para contemplar su imponente fortaleza, y otra siguiendo el itinerario señalado por su padre para hallar esposa de entre la lista de candidatas ideada por aquel, solo que a la lobarresa «la halló tan berroqueña de genio, que parecía cortada de las peñas de la sierra vecina». A Graus no pudimos llegar, pero dimos buena cuenta de su famosa longaniza, que compramos en La Confianza, de Huesca, la evocadora tienda de ultramarinos más antigua de España. Y no quisimos llegarnos a Barbastro, que tantos desaires provocó en nuestro buen Saputo, pero bebimos un Zinca d’anfora de esa tierra –Saputo nos perdone– en el restaurante La Goyosa. Conviene acercarse también a Sariñena, en cuyo convento Saputo, disfrazado de mujer, vivió oculto tras un desagradable lance en Huesca.

Los viajes de Saputo no se limitaron a la provincia de Huesca, sino a parte de España. En lo tocante a nuestra tierra, vivió como médico un tiempo en Villajoyosa, de la que se ensalza su vocación marinera. En la novela, Saputo desaparece en misteriosas circunstancias de camino a la corte. Pareciera augurio de la suerte posterior de la figura de Braulio Foz en la literatura.

domingo, 20 de abril de 2025

687. El arte de perder el tren

 



Los relatos de Pedro Ugarte constituyen la demostración palmaria de que no son necesarios el despliegue de juegos pirotécnicos ni la exhibición del prurito vanguardista para sostener la honorabilidad del género. Muy al contrario, el corte clasicista de su prosa apaciguada, sin estridencias, que fluye con caudal sereno, lejos de ser una opción acomodaticia, representa la forma más honesta de contar historias y de que éstas calen con su verdad en la experiencia lectora. Un lugar mejor (Páginas de Espuma) recoge doce cuentos distribuidos en cuatro secciones, que el autor llama «estaciones». Los títulos de las tres primeras resumen los temas recurrentes a ellas asociadas: memoria, soledad y mentira; la tercera, titulada «Cuentos de la última estación», aunque incluyen temas de las secciones anteriores, parecen elaborados con materiales de acarreo, muy a propósito para el mundo en ruinas que representan sus personajes. La mirada de Ugarte se posa sobre sus criaturas con enorme ternura: el matrimonio de un pueblo castellano que quiere sobrevivir vendiendo revistas y bombillas; el miembro de un viejo club deportivo, anclado todavía a un pasado consumido, que porfía por reunir cada año a los antiguos compañeros, hoy despegados, que lo integraron; el hombre fracasado que recibe las migajas de atención de los que un día se llamaron sus amigos; o el estremecedor cuento del hombre que se enamora cada día de una mujer en el vagón del metro porque todas de las que elige prendarse le recuerdan a su esposa en estado vegetativo. Algunos de los relatos cargan las tintas sobre determinados representantes de extracciones sociales altas, afeándoles su superficialidad o su elitismo clasista. Y hay espacio para otros temas, como la parodia del lenguaje burocrático o de las convenciones literarias, que le sirve al autor para analizar la soledad de determinados oficios (el gris oficinista o el escritor); el mundo de las falsas apariencias; así como la extinción de la inocencia y de la infancia, cuyos últimos estertores se mancillan en los lugares donde un día aquella se enseñoreó luminosa y pura. La familia es también retratada con todas sus aristas: el adulterio, la separación, los vínculos paterno-filiales o la comunión familiar en torno a la desgracia son algunos de sus prismas. El sintagma «un lugar mejor», que da título al libro, se repite sistemáticamente en todos los cuentos recordándonos que los personajes aspiran o sueñan con esa entelequia que dista mucho de ser conquistada en mitad de sus vidas cenicientas y vulnerables. Los protagonistas de la mayoría de los cuentos se llaman Jorge, aunque sus existencias no tengan nada que ver entre sí: el nombre, como las vicisitudes de una vida, es un mero accidente y ninguno de nosotros está exento de encarnar cada uno de los Jorges que desfilan por estas páginas. Mención aparte merecen las digresiones que el narrador intercala con admirable naturalidad a propósito de los lances argumentales de sus cuentos, si es que cabe hablar de argumento en estas estampas de vida que Ugarte recrea con maestría. Muchas de esas reflexiones enriquecen la narración y establecen, a la manera cervantina, un diálogo con los lectores, a través del cual, ambos, lector y autor, toman distancia respecto a la historia narrada para convertirnos, a la par, en observadores que comparten, a través del cristal, los avatares de los personajes. Tal vez todos tengamos un lugar mejor donde estar. Mientras lo hallamos, leer a Ugarte puede ser un buen lugar donde reposar del polvo del camino o donde quedarnos si, definitivamente, hemos perdido el tren.

lunes, 14 de abril de 2025

686. Tejer el envés

 


En un mundo como el nuestro, abocado a la fragmentación y al desmantelamiento de las ideas humanistas que alguna vez sustentaron los ideales de las naciones de Occidente, hay libros que llegan para certificar la defunción de aquellos principios. Gerardo Rodríguez Salas, testigo atento y lúcido de la hecatombe, teje en Los hilos de la infamia el terrible tapiz de nuestro tiempo. Con un tono imprecatorio, casi de maldición bíblica, que tanto recuerda a muchos de los poemas lorquianos de Poeta en Nueva York,  el autor granadino explora las lacras de nuestra sociedad, pero no se limita al testimonio del observador afligido sino que lanza su invectiva condenatoria con los alaridos de los proscritos y el ardor de las revoluciones. Nada escapa a su diatriba. La corrupción de los poderosos, que «aún blanquean su dionisíaco amor en paraísos fiscales», tizna también a la Iglesia a quien se le «cae el disfraz / al suelo la birreta». La infancia es arrasada en un secreto incesto o en los telares de Hong-Kong –«nunca estuvo tan lejos / Nunca Jamás» mientras en Marruecos una niña se prepara para su noche de bodas: «Adiós a aquella niña. / No frotaré las lámparas del zoco». El drama migratorio tiene su impresionante pórtico en el primer poema de «Capulina», donde se realiza una crítica feroz a la Europa insolidaria y se pide a las Erinias que venguen los cuerpos inertes de Aylan y Galip. El sexo huele a zotal en los burdeles de la degradación mientras alguien diseña su fantasía erótica con su sex doll customizada que puede ser trasunto de la cosificación de la mujer. Los nacionalismos visten de patriotismo sus desmanes guerreros mientras las redes sociales anestesian a «las hijas de la ira» con sus «enlaces hueros». Las Torres Gemelas de Nueva York, «sucias vestales», que nunca ansiaron las alturas, buscan la verdad natural lejos del capitalismo, en «las acuosas cuevas / donde esconder nuestro ardor animal», mientras rezan para que no se nuble «la antorcha de la dama» y la libertad que su luz promete. Y, entretanto, la Literatura, enlodadas sus nueve musas, trata de levantar un yunque donde gestar «la llama en nuestro molde / para inventar el número divino». No parece azaroso el guiño a «Los caprichos» goyescos donde el lienzo parece ofrecerse para el sueño de la razón. Particularmente importante es el asunto de la sororidad. El poemario en su conjunto, mediante el símbolo de Aracne, arenga a las mujeres a tejer el envés del tapiz de la infamia. Los últimos siete poemas, enumerados a la inversa, parecen conformar una suerte de cuenta atrás para esa revolución que les otorgará redención definitiva: «mis hermanas están tendidas / pero nosotras / las bestias de los hilos / un día buscaremos las cunas de Belén / para nacer de nuevo». Así, «embriagadas de hybris», las voces femeninas que han ido urdiendo la tela de araña de todo el poemario, con sus promesa revolucionaria, tejen el telón que cierra la obra. De ese modo, Rodríguez Salas deja abierta la puerta a la esperanza para, como dice Ángeles Mora, aprender a hilar de otra manera. Los hilos de la infamia constituye un aldabonazo que llama a las conciencias, y lo hace con un torrente de estampas alucinadas, casi surrealistas, que es el camino más propicio para describir este mundo desquiciado. El autor cifra, sobre todo, esa esperanza en las mujeres, que deben superar el viejo litigio entre Minerva y Aracne para tejer juntas el nuevo porvenir.

lunes, 7 de abril de 2025

685. Santos de devocionario




El editor y escritor Román Piña Valls ha obtenido el XXVIII Premio de Novela Ciudad de Salamanca gracias a su último trabajo, Pisábamos los charcos, publicado por Ediciones del Viento. El libro, con su desacomplejado corte autobiográfico, ofrece, por eso mismo, un testimonio lleno de autenticidad que rescata los pecios hundidos de un tiempo –el de su etapa universitaria durante la década de los 80– que en la novela se evoca con una sorprendente y precisa vivacidad, auspiciada por el poder de la nostalgia.

El libro retrata una realidad social, la de aquellos estudiantes hijos de familias pudientes que ingresaban a sus hijos en los colegios mayores para evitarles las penurias de un piso compartido. Pero en la novela, los cuatro integrantes del piso de Joaquín Costa son desertores de ese tutelaje, lo que los llevará a encarar una relación conflictiva entre su recién conquistada independencia y los valores cristianos que esos colegios mayores, gestionados en su mayoría por el Opus, han inoculado en los jóvenes emancipados. Ese contraste influirá, por ejemplo, en su concepción del sexo, donde la castidad y una visión idealizadora, casi divinizadora, de la mujer, ofrece estampas de una enternecedora ingenuidad llenas de exaltado y precioso lirismo.

Los componentes del piso, al que han bautizado muy hiperbólicamente como «El Hogar del Depravado», no hacen justicia al nombre de marras. Se escandalizan si ven unos condones expuestos en el mostrador de una farmacia o piden vasos de leche en los pubs. Cristian estudia Filología Clásica y es un romántico empedernido; Edu estudia Filología Hispánica y se debate entre su pasión por la música y la poesía; Roque adopta una vida de crápula que le conduce a la culpa y la infelicidad; y Joserri engaña a sus padre con las notas de la carrera de Ingeniería porque, en realidad, tras su máscara de indolente, es una persona desnortada e insatisfecha. Pronto descubrimos que Joserri es Ricardo Ortega Fernández, el periodista que perdió la vida en Haití cuando fue alcanzado por una bala perdida de algún soldado norteamericano y que copó los noticieros de 2004. Sobrecoge pensar que ese destino trágico ya se estaba fraguando en ese piso de estudiantes si andamos atentos tras los indicios de su personalidad febril, imprevisible e inestable.

La novela es también un fresco costumbrista de la Valencia de aquella década. Al principio, Cristian vive solo en una pensión llamada La Orensana que recoge el pintoresquismo de una novela barojiana; después, ya con Edu, se traslada a un piso de El Cabañal, lo que permite al narrador recuperar la topografía de un barrio cuya personalidad ha ido menguando con el fenómeno de la gentrificación. Finalmente, la descripción de Valencia constituye una cartografía sentimental por donde desfilan librerías, burdeles, pubs, restaurantes o cines, la mayoría de ellos ya desaparecidos. Por otro lado, el libro incorpora su banda sonora propia, con especial protagonismo de Golpes bajos, cuya canción, «Cena recalentada», da título a la novela. Pero el catálogo de grupos musicales es mucho mayor. La crisis de Golpes bajos coincidirá en el tiempo con el desmantelamiento del piso de los estudiantes, como un síntoma del fin de una época.

La novela, nacida de la enfermedad terminal de uno de los amigos del autor, aspira a fijar en la memoria literaria un tiempo periclitado pero también la de hacer inmortales a las personas anónimas a quienes Román desea dedicar su epitafio, como a santos de devocionario. Al concluir el libro, y a pesar del humor que rebosan sus páginas, el lector no puede más que esbozar una sonrisa de acíbar y dejar que germine la bilis de la melancolía mientras escucha la voz cansada de Germán Coppini.


lunes, 31 de marzo de 2025

684. Cuando Agatha conoció a Benito (o no)

 


El nuevo espectáculo del director y dramaturgo Juan Carlos Rubio sigue en la línea de sus últimos trabajos y fabula con personajes reales que, en este caso, son dos grandes escritores: Agatha Christie y Benito Pérez Galdós. Partiendo de un hecho real, la estancia de la reina del misterio en Tenerife en 1927, Rubio ha construido un texto en el que realidad y ficción se imbrican con una naturalidad y verosimilitud tales que, si no fuera porque sabemos que Galdós murió en 1920, casi creeríamos que ese encuentro entre ambos se produjo realmente. La escritora inglesa llegó a la isla atormentada por el fallecimiento de su querida madre y por la infidelidad de su esposo, buscando un remanso de paz donde hallar un respiro a su sufrimiento.

Toda la pieza transcurre en una habitación del hotel Taoro, donde realmente se alojó Agatha Christie. Esta aparece en escena muy nerviosa, intentando comunicarse por teléfono con su marido. Una tormenta, trasunto de la tempestad interior que azota el estado de ánimo de la escritora, dificulta la comunicación, lo que agrava su nerviosismo. Ahogada por la pena y por la desesperación, decide poner fin a su vida con un deletéreo veneno. Mas, un golpe en la puerta de su cuarto interrumpe sus planes. Quien llama es un elegante e invidente señor, vecino de habitación, que tras escuchar los lamentos de la mujer acude en su ayuda. Pronto Agatha descubre que ese hombre es Pérez Galdós, famoso escritor español del que ella no tenía conocimiento. Poco a poco se establece un diálogo en el que los personajes van desnudando su alma y van desgranando recuerdos pasados, sueños, frustraciones y preocupaciones que humanizan el mito a ojos de los espectadores. Ya no son dos reconocidos literatos, sino dos simples personas que están conociéndose en un ejercicio de sinceridad que resulta catártico para la escritora inglesa.

Carmen Morales y Juan Meseguer dan vida a los personajes y ambos brillan en sus interpretaciones. La deliciosa dicción de Morales y su naturalidad no le van a la zaga de la magnífica interpretación de Meseguer, quien parece un Galdós redivivo. Los dos nos regalan escenas tan entrañables como cuando simulan surfear las olas de una playa de Gran Canaria o cuando Galdós ayuda a una estancada Agatha a continuar el argumento El misterio del tren azul, obra que la escritora terminó realmente durante su estancia en Tenerife. Resulta entrañable ver a ambos escritores trazando líneas argumentales, desechando ideas y eligiendo otras en un ejercicio de metaliteratura que nos permite bucear por la cabeza de un autor de novelas de misterio.

Destaca también el decorado, sencillo pero muy acertado, que simula una habitación de hotel, con papel pintado en tonos crema, una cama, un ventanal por el que se cuela la tormenta exterior, un escritorio con una máquina de escribir y un crucifijo; que combinado con el juego de luces crea una sensación de ensoñación y de misterio.

Temas tan serios como la salud mental, el miedo al divorcio que se les había inculcado a las mujeres de principios del siglo XX, el suicidio o la minusvaloración de las personas aparecen en escena combinados con otros asuntos más ligeros y con toques humorísticos que contribuyen a que este espectáculo sea un drama con tintes cómicos, con mucha ternura y con un desenlace sorprendente que refuerza la idea de que ante la desesperación, siempre habrá un ángel de la guarda para hacernos ver la luz tras la tormenta. Don Benito cuidando de Agatha, qué sugestiva imagen. Y es que quizá sea cierto que la literatura también nos salva.

lunes, 24 de marzo de 2025

683. Expurgo

 


La biblioteca de la Universidad de Alicante realiza periódicamente una limpieza de su fondo bibliográfico tras un cribado que llaman «expurgo» y que acaba con los libros proscritos colmando unos fríos anaqueles dispuestos extramuros de las salas nobles. Pasarán en el purgatorio una breve temporada después de la cual, si nadie se ha interesado por ellos, el inquisidor mayor, que es el tiempo, decidirá eliminarlos definitivamente a través de quién sabe qué horrible holocausto libresco.

La semana pasada me encontré cara a cara con uno de estos libros expatriados en unas estanterías fronteras a los lavabos. Era un ejemplar de la Editorial Aguaclara y, efectivamente, allí estaba, desposeído de su tejuelo, como un general degradado a quien han arrancado de la casaca la insignia de su autoridad. Se trataba de un libro de poesía titulado Innumerable sonrisa escrito por Nemesio Martín. El guiño a Esquilo, quien se refería así –«sonrisa innumerable»– a las olas marinas en su Prometeo encadenado, me pareció la llamada de auxilio definitiva: la poesía es un titán que nos ha dado el fuego y yo un Heracles de biblioteca que no puede permitir tamaño agravio.

Pido disculpas: no conocía a Nemesio Martín. Mi todavía corta vida en Alicante no me ha permitido aún acceder a la genealogía de los ilustres locales. Pero desde el mismo momento en que rescaté el libro, supe que éste pasaría de su condición de expurgado a vivir en la nobleza de la página cultural de un periódico: esta misma página. Hay quien llama a estas cosas karma, aunque nosotros preferimos llamarlo «justicia poética». Buceé por la vida de Nemesio Martín y conocí entonces su incorruptible vocación por la enseñanza de la literatura y por su difusión. Suyo es, entre otras muchas obras, el guion del Lope enamorado, que emitió TVE en 2019 y que él ya no pudo ver, pues fallecía en mayo del año anterior. No quiso participar del sortilegio la efeméride con su cifra redonda, tampoco la de la fecha de publicación del libro rescatado, que es de 1988. Pero tanto da. Aquí está Nemesio Martín, restituido de su balda de expurgados.

¿Procede ahora realizar una reseña de un libro de hace 37 años solo porque al columnista de turno le parece bien jugar con la anécdota? Pues algo habrá que decir, aunque sea brevemente. Porque es que, además, Innumerable sonrisa es un libro soberbio. Con prólogo de José Carlos Rovira, que entonces contaba con 39 años, e ilustraciones (las llamadas «aguadas») de Francisco Calvo (fallecido hace solo dos años), el poemario es un bellísimo canto al mar llevado a cabo por un mesetario (Nemesio Martín era natural de Medina de Rioseco) y esta paradoja parece sublimar, en el descubrimiento del gran azul, los versos del poeta, al contemplar, casi epifánicamente ese «intenso fulgor de vastedades, pulsos de espuma que embridan las arenas», «tálamo incesante de la luz y del agua», que él podía divisar desde la atalaya de su casa. El libro, alterna versos de corte popularizante que recuerdan a la primitiva lírica castellana, con versos cultos de enorme calado poético que evocan, en su esencia, el mismo mar de Pedro Salinas o de Juan Ramón Jiménez, ese absoluto que el poeta desea abrazar «hasta sentirse el pecho de cristal» y fundirse con él.

Hoy Innumerable sonrisa está bien acogido en la biblioteca de mi casa y nuestro Rogelio Fenoll seguro que ha colocado en la maquetación de este artículo una foto entrañable de Nemesio y todo está donde tiene que estar. Y todo está en orden. Y todo está bien.

lunes, 10 de marzo de 2025

682. Limpiar el polvo después de Simone de Beauvoir

 


Hasta hace bien poco, la novela de Francisca Aguirre, Que planche Rosa Luxemburgo, era una de esas pequeñas joyas inencontrables ni siquiera disponible en las librerías de viejo. Gracias a la editorial Carpenoctem, el libro ha vuelto a ser reeditado, 30 años después de que obtuviera el Premio Fermina Galiana de novela corta, con la incorporación ahora de un lúcido y combativo –casi indignado– prólogo de la escritora Clara Morales.

Este pequeño gran trabajo de Francisca Aguirre es la demostración palmaria de que se pueden adoptar firmes posiciones feministas sin acudir al tono panfletario o al eslogan facilón. Efectivamente, en esta novela autobiográfica, la autora plantea, desde una sencillez elocuentísima y desde un fino sentido del humor, toda la desazón de una mujer que ha asumido como inevitable el rol que la sociedad lleva imponiéndole desde tiempo inmemorial. Y todas esas reflexiones las lleva a cabo mientras realiza las monótonas tareas del hogar, descritas con desacomplejado pintoresquismo. Todas las diatribas feministas, enarboladas en quiméricos tratados teóricos, bajan aquí al polvo mismo de los muebles que hay que limpiar, a las arrugas de las camisas que hay que planchar o a la tortilla de patatas que hay que cocinar. ¿Dónde ha quedado la revolución para las mujeres que planchan? ¿Qué guarda la Historia para ellas, aplastadas por eso que se ha dado en llamar «la jerarquía de los problemas»? El mundo entre muselinas de Memorias de África en nada se parece a la jungla de la vida real. La frasecita que reza que, después de leer a Simone de Beauvoir, ya no se puede limpiar el polvo está muy bien para soltarla desde la tribuna, pero el polvo se acumula, precisamente, sobre los libros feministas de los anaqueles de casa. De Horacio, su marido, heterónimo del poeta Félix Grande, que nunca plancha sus camisas y, por supuesto, tampoco las de ella, se habla con la resignación de la esposa abnegada que tolera sus infidelidades y que se ahoga en la crisis de la mujer madura que no puede competir ya contra las muchachas jóvenes. El vacío vital del ama de casa, acrecentado paradójicamente cuando las tareas del hogar están ya resueltas, la lleva al anhelo de otra vida, pero también a la contradicción de continuar con la que tiene. Pero las rejas del balcón se imponen con su simbolismo presidiario. La vida llamada «propia» la lacera con ese adjetivo que no siente suyo; ni siquiera la excedencia que se ha pedido para poder escribir la exonera (quizás incluso menos, ahora que no trabaja) de sus «obligaciones» domésticas. Y en mitad de todas esa grisura, y de la banalidad del televisor o de la casposa moda musical, «la lámpara de Aladino», a cuya luz, nuestra escritora lee (el libro está trufado de decenas de referencias literarias muy bien traídas) o escucha música clásica. Otras veces, se refugia en el pasado, como su añoranza de Argentina o aquella tarde de libertad, de joven, cuando escuchaba la melodía de una radiogramola callejera que invitaba a estrenar el mundo. Aunque el pasado también trae el recuerdo de su padre asesinado por el franquismo o la infancia parisina, antes de marcharse a Le Havre, que refutaba crudamente el título de la famosa novela de Hemingway. La evocación del padre muerto aparece en numerosos capítulos: especialmente memorable es el titulado «Todo es mentira», donde la compulsión de la autora por comprar flores y cuidarlas es el trasunto de su obsesión por mantener inmarcesible lo que está condenado a morir. Otros temas jalonan el libro, como la precariedad laboral, el lastre honroso del cuidado de los ancianos familiares enfermos o los conatos de rebeldía contra el destino inevitable. Aunque la sensibilidad de hoy recriminaría a Aguirre su aparente conformismo, cabría preguntarse si, a pesar de todos los avances en materia de igualdad, el libro no nos sigue interpelando.