Andrés Neuman ha tomado una cita de Emily Dickinson
para dar título a su última incursión en la narrativa, y no podía haber
escogido mejor pues esa forma especial de mirar las palabras, esa vocación casi
obsesiva por estudiarlas, por dominarlas, por conocerlas, por masticarlas hasta
obtener de ellas su más mínimo matiz semántico se
condensa acertadamente en el verbo “brillar”. Que brillaran es lo que consiguió
precisamente María Moliner, protagonista de la obra, con las palabras que
dieron forma a su famosísimo diccionario, al igual que brilló ella en una época
oscura de nuestra historia reciente, pese a las no pocas dificultades a las que
tuvo que hacer frente y pese a las múltiples injusticias que vivió simplemente
por ser mujer. Neuman dibuja una semblanza de la bibliotecaria aragonesa
remontándose a su infancia y hace un recorrido por toda su trayectoria vital en
el que se narran los acontecimientos personales y profesionales más destacados con
los que queda patente la vinculación casi sagrada que tuvo desde la más tierna
edad con la lengua, con las palabras. De modo que logra perfilar un personaje
muy redondo cuyas experiencias condicionaron o justificaron su manera de actuar
a lo largo de toda su vida, desde el momento en que tuvo que pelear para poder
estudiar hasta sus últimos años, cuando una enfermedad, que fue mermando su
capacidad para comunicarse, no impidió que siguiera intentando articular
sonidos y sílabas. En este sentido, resulta especialmente hermoso el episodio
en que la niña María está aprendiendo a hablar y juega a estirar las sílabas de
las palabras, las examina demostrando su capacidad de asombro ante la maravilla
del lenguaje; así como los momentos en que se dedica al cuidado de sus plantas,
trasunto de las palabras a las que durante tantos años cuidó, adecentó y purgó
de “plagas”, pues ella concebía “la lengua como un cuerpo en mutación, el
vocabulario como un órgano vital”.
Neuman vuelve a demostrar que domina con maestría las
palabras ya que consigue una naturalidad en su forma de narrar que lleva al
lector en volandas por este hermoso y merecido homenaje a una mujer valiente y
luchadora, trabajadora infatigable, que estudió incansablemente hasta formarse,
que trabajó como bibliotecaria durante la República, llegando a gestionar un
centenar de bibliotecas rurales junto a las Misiones Pedagógicas, que sufrió la
depuración franquista y que con cincuenta años se embarcó en el que sería el
gran proyecto de su vida: la elaboración de un diccionario cuya extensión
duplicaría el de la RAE y cuya principal finalidad era revisar y actualizar las
definiciones de las palabras. La parte en la que Neuman nos muestra a María
Moliner trabajando incansablemente durante quince años en la preparación de
esta obra es interesantísima, pues conocemos su método de trabajo, el impacto
familiar que supuso, su aislamiento social, los entresijos editoriales, las
dificultades que tuvo que sortear y otras anécdotas que perfilan, más si cabe,
el retrato de una mujer comprometida hasta límites insospechados con su amor
por la lengua, hasta el punto de que llega a convertirse ella misma en su
diccionario (“¡Usted piensa en fichas!”, le dirán). Un gran acierto es la
reproducción de las famosas fichas que Moliner preparó de cada palabra.
Aparecen recuadradas y con una tipografía diferente e ilustran cómo redactaba
las definiciones, completando, modificando, ampliando matices, atreviéndose a
incluir lo que en otros diccionarios se había obviado o silenciado. Estos
ejemplos no son traídos al azar, sino que Neuman los va enlazando con el
momento vital de la autora que está mostrando en cada momento, lo que
constituye todo un acierto pues cada definición interpela a su propia historia
personal y se forma así una suerte de autobiografía incrustada en su
diccionario.
Estructuralmente, la obra resulta también novedosa
pues aparece una única escena dividida en cuatro partes entre las que se
intercala la vida de María Moliner agrupada por lapsos de fechas. Esa escena,
en la que ella recibe la visita de Dámaso Alonso, plasma otro de los grandes
retos que quiso lograr nuestra protagonista: ingresar en la RAE, desafiando así
la arcaica normativa que impedía el acceso de mujeres y ratificando su voluntad
de enfrentarse a la institución que se arrogaba la guardia y custodia de
nuestra lengua, no sólo con la redacción de su diccionario sino queriendo formar
parte de la misma para contribuir a su modernización. No lo consiguió, pero su
legado sigue brillando con luz propia en nuestras bibliotecas y estanterías,
por lo que, sin duda, María Moliner ha conseguido trascender a través de su
amor a las palabras. Y es que ella misma se ha hecho palabra y respira cada vez
que alguien abre su diccionario. No se me ocurre mejor manera de estar viva.
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