La burbuja inmobiliaria ha llegado también a las tablas. Si echamos un vistazo a las programaciones teatrales, es muy probable que haya algunas representaciones que aborden el tema de la adquisición de viviendas, presentando este acto como la peculiar odisea del ser humano del siglo XXI. El texto pionero con este leit motiv podría encontrarse en El Pisito, de Azcona –obra de la que ya hablamos en esta bitácora- de la cual parecen beber otras muchas que están de gira en la actualidad. Es cierto que cada una presenta el tema desde una perspectiva diferente, mas la base argumental no deja de ser la misma. Siempre hay algún tipo de obstáculo que impide a los protagonistas ser dueños efectivos del hogar que han adquirido.
Así sucede con 100 m2, obra en la que Sara (Miriam Díaz Aroca) compra un piso en una buena zona de la ciudad a un precio económico. El motivo de esta ganga es que hay un pequeño inconveniente: Lola (María Luisa Merlo) seguirá viviendo en él hasta que muera. Entre las dos mujeres se acaba estableciendo un vínculo afectivo que superará las barreras personales y arquitectónicas que las separaban.
Algo similar ocurre en Querida Matilde. En este caso, se nos presenta la historia de Matías, un joven argentino que hereda tras la muerte de su padre un lujoso apartamento en el centro de Madrid, con vistas a la Puerta de Alcalá. El joven, que padece graves problemas económicos a causa de sus varios divorcios, viaja raudo a la capital de España con el objetivo de vender el inmueble y liberarse de sus aprietos pecuniarios. Pero cuál es su sorpresa cuando descubre que su desaparecido padre adquirió dicho piso con una condición muy negativa para él, puesto que la dueña anterior seguiría viviendo en la casa hasta que muriera y los gastos de la vivienda serían costeados por el nuevo propietario. Matías recibe, por tanto, una herencia envenenada pues lejos de aliviar sus ahogos monetarios, éstos se agrandan. Matilde, una mujer vitalista y llena de humor, le ofrece al joven alojarse en el que será su piso cuando ella desaparezca pagando un alquiler. Éste acepta y a partir de ese momento empieza a formar parte de la vida de Matilde y de su hija Concha. Poco a poco descubrirá que Matilde conocía a su padre mucho más que él y gracias a sus relatos será capaz de dibujar el retrato mental de su progenitor que empezaba a tener borroso. Lo mismo le sucederá a Concha, una chica algo huraña que vive con el dolor de haber perdido a su padre y de haber tenido que aprender a querer a otro hombre como si fuera el suyo verdadero. Finalmente, los personajes descubrirán que los lazos que les unen son más fuertes que las meras facturas de madre e hija que Matías paga.
Los actores que dan vida a estos personajes son Lola Herrera (Matilde), que muestra de nuevo sus impecables cualidades interpretativas, Daniel Freire (Matías) y Ana Labordeta (Concha). Todos ellos actúan con corrección y hacen pasar al público un rato agradable mientras son testigos de sus vivencias. Lo mismo sucede con la primera obra citada, 100 m2, una comedia que desata los efectos terapéuticos de la risa y que, a la vez, pone de relieve algunos conflictos existenciales de los personajes.
Ahora bien, quizás el tema esté ya un poco manido y planee el peligro de que el respetable se hastíe de tanto piso, tanta hipoteca y tantos problemas económicos representados sobre las tablas. Y es que bastante tenemos con el escenario de la realidad, en el que otros “actores” se ven forzados a representar estos papeles nada agradables.
Es muy importante que el teatro no caiga en el error de aportar a las tablas temas repetitivos o poco ambiciosos. En los últimos años, el cine lo está haciendo y, cada vez más, la cartelera provoca cierta indiferencia entre los asiduos a las salas.
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