Se cumplen 100 años desde que el británico Arthur
Wynne diseñara el primer crucigrama de la historia en las páginas del New
York World. El periódico neoyorquino (1860-1931) fue comprado por Joseph
Pulitzer en 1883 y desde 1890 tuvo su sede en el New York World Building, el
rascacielos más alto del mundo por aquel entonces, también conocido como
Edificio Pulitzer y demolido luego en 1955.
Arthur Wynne (1862-1945), editor y constructor de puzles, ideó el
crucigrama inspirándose en el juego matemático de “los cuadrados mágicos”.
Desde luego, el crucigrama es mucho mejor que la sopa
de letras. Hay dos motivos por los que no soy muy amigo de estas últimas. El
primero de ellos es la asociación inmediata e inevitable que se establece entre
las sopas de letras y la camilla de un hospital; o entre la sopa de letras y el
tedio. En ambos casos, la sopa de letras es la constatación de una ociosidad no
deseada, impuesta por puro abandono de la voluntad. Esta sería, digamos, la
razón más personal. La otra razón es, si se quiere, más romántica. Semejante
montería donde todas aquellas letras silenciosas, agazapadas entre sus
congéneres, están destinadas a ser descubiertas y luego apresadas en el morral
de tinta de los cazadores de palabras, tiene algo de trágico expolio alfabético.
Yo quiero a las palabras libres, retozando a su albedrío entre los sintagmas de
nuestro idioma, mezclándose para la idea, combinándose para la sorpresa,
componiéndose para la belleza. Nada de reducirlas al escarnio del bolígrafo
carcelero.
Los crucigramas y los autodefinidos, en cambio, son
muy preferibles. También aquí tengo una razón personal y otra romántica. La
primera responde a la reciente afición que han tomado mis padres por este
pasatiempo. Hay que verlos, sus cabezas juntas, a la luz de la lamparilla del
salón, afanándose en eliminar el horror vacui de esos cuadrados, que
son las metáforas de nuestras vidas. A la postre, toda nuestra búsqueda
existencial se reduce a eso: a llenar de palabras los vacíos y el mundo,
nuestro gran autodefinido, para explicarlo y para explicarnos. “En el principio
existía la palabra”, decía el evangelio de San Juan. Qué bien lo entendieron
después Blas de Otero o José María Valverde. Por otro lado, el autodefinido
tiene la virtud de la solidaridad léxica. Las letras colonizan orgullosas sus
parcelas vírgenes pero sirven a otras letras para formar otras palabras. Y así,
sucesivamente, la gran meiosis alfabética se multiplica infinitamente por mor
de su propia naturaleza. Y entonces, puede darse el caso de que desde la “I” de
Ulises, se divise Ítaca; o que de la última letra del apellido de Juan Ramón,
aparezca Zenobia; o que la “D” lunar de Federico se derrita al alumbrar a Dalí;
o que la inicial del nombre de Menéndez Pidal descubra al Romancero; o que el
símbolo químico del fósforo encienda la mecha de la Pardo Bazán y que la “B”
lozana de ésta enamore a don Benito; o que la “G” de Garcilaso quede helada por
el desdén de la “G” de Galatea.
O puede ocurrir que mis padres se queden dormidos,
todavía con las cabezas muy juntas, con el crucigrama en su regazo, aún a medio
resolver. Y que al acercarme yo para curiosear el estado del pasatiempo, note
que les falta por completar sólo una palabra de 4 letras. Dice la definición:
«¿Qué probó Lope de Vega al escribir: “quien lo probó lo sabe”?». Viéndolos
así, juntos en su reposo, por esta vez no va a hacer falta escribir la palabra.
Porque, a veces, ocurre también que las palabras sobran.