Plutarco dejó para la posteridad aquella famosa
sentencia, puesta en boca de Julio César, según la cual “la mujer del César no
sólo debe ser honrada sino parecerlo”. Aunque las circunstancias en que el
emperador pronunció estas palabras eran muy concretas, algunos escritores,
sobre todo poetas, parecen haberse empeñado en adoptarlas poniendo especial
énfasis en la segunda parte de la máxima. Es decir, “el poeta no sólo debe ser
poeta, sino también (y sobre todo) parecerlo”.
Existen dos dimensiones en la realidad de un escritor.
Una tiene que ver con la esencialidad de su labor creativa; la otra, con la
imagen pública que sobre esa labor se proyecta a los demás. Y a menudo sucede
que hay a quien le resulta más estimulante pasar por poeta que serlo realmente.
Esta opción, obviamente, no constituye una preferencia en la escala de deseos
del escritor, pero sirve para gestionar la frustración de saberse un poeta
mediocre. De este modo, las carencias artísticas se compensan ofreciendo a la
galería un perfil impostado del vate, generalmente adornado con toda suerte de
tópicos románticos o herederos del malditismo literario: el bohemio, el
hipersensible, el visionario, el incomprendido, el atormentado, el misterioso,
el loco genial, el elitista. El lema es: “yo soy poeta y el mundo debe
saberlo”. En su descargo, estos aspirantes a poeta conocen al menos sus
limitaciones y tratan de sobrevivir en los círculos literarios con esa fachada.
Más grave es el caso de los pésimos poetas que están convencidos de su
virtuosismo indiscutible.
De este exhibicionismo literario están plagadas las
redes sociales. Aquí y allá el prócer de las letras de turno coloca su poemita
en la red para envanecerse computando los “me gusta” del personal, que acaso no
ha leído siquiera el poema, y calibrar con esa estadística la verdadera
dimensión de su fulgurante carrera poética. O dicen con aire interesante y con
estudiada intriga que están inmersos en su enésimo proyecto, prostituyendo el
sacrosanto secreto de la intimidad creativa que todo buen escritor guarda con
celo entre los límites de su escritorio. Sin embargo, uno se pregunta cúando
escribe esta gente si están todo el día en Facebook. Decía Picasso que la
inspiración existe pero que debe encontrarte trabajando. También asisten estos
“poetas” como público a las presentaciones de libros. En el debate que se abre
al final, se lucen con alguna pregunta brillantísima preparada de antemano o
con alguna apostilla intelectualoide dejando claro que saben de lo que hablan
porque quien lo probó lo sabe y porque ellos son, claro, poetas. En sus
intervenciones hallan complicidades entre sus versos y los del escritor que
presentaba el libro porque, claro, a ambos les une la consanguinidad del oficio
y hasta pueden arrancarse por soleares y recitar algún verso propio,
arrogándose el protagonismo de un acto que no era para ellos. Quien me conoce
bien sabe que soy asiduo a las presentaciones de libros y también que
desaparezco enseguida tras la finalización de éstas. No suelo quedarme al aperitivo
del final ni me uno a las cenas donde se prolonga la camaradería literaria.
Porque, junto a la grata compañía del escritor al que se admira y su
conversación inteligente y reveladora, debe uno aguantar también a los
poetas-satélite que, tras unos cuantos tintos, pugnan por ver quién dice la
frase más ingeniosa y la cita más rebuscada. Y uno, que es tímido y que no
tiene ni la gracia ni esa capacidad de repentismo latiniparlo de mis compañeros
de mesa, siente que está allí de más.
Pompeya Sila, la mujer de Julio César, fue repudiada
por el emperador por haber asistido a una Saturnalia orgiástica. Luego se supo
que Pompeya sólo había acudido en calidad de espectadora y que no había
participado en ningún acto deshonesto. El atenuante no le sirvió de mucho y fue
cuando recibió la famosa frase de marras. Si Pompeya, que era honesta pero no
lo parecía, cayó en desgracia, los poetas que no son poetas y que sólo lo
parecen, merecieran, con más razón, su Julio César.