Invernadero fue
concebida por Harold Pinter como pieza radiofónica para la BBC en 1958. Luego
Pinter la adaptó para el teatro aunque no la estrenó hasta 22 años
después, en 1980, en el londinense Hampstead Theatre Club, dirigida por él
mismo. En 1995 llegó incluso a interpretar el personaje de Roote en el Minerva
Studio de Chichester. Ahora llega a los escenarios españoles bajo la dirección
de Mario Gas, sobre la celebrada traducción que de la obra ha realizado Eduardo
Mendoza.
La acción se desarrolla en una especie de sanatorio
residencial dirigido por el autoritario Roote (Gonzalo de Castro). Pronto
descubrimos que la gestión de este “establecimiento de reposo” no es
precisamente ejemplar: un interno ha muerto en circunstancias poco claras y una
paciente ha quedado embarazada. El diálogo inicial entre Roote y su secretario
Gibbs (Tristán Ulloa), lleno de enredos y retruécanos lingüísticos, revela
cómicamente la implicación de Roote en ambos sucesos. El impertérrito Gibbs,
por su parte, desvela poco a poco su ambición por el cargo de Roote. No es el
único interesado: Lush (Jorge Usón) y Tubb (Javivi Gil) también esconden, tras
su apariencia servil, su innoble codicia, igual que la señorita Cuts (Isabel
Stoffel), una trepa con aires de mujer fatal que busca medrar a través de la
seducción y que podría representar perfectamente la alegoría de la erótica del
poder. Lamb (Carlos Martos) es el único personaje honesto de la obra. Hace
cinco años que fue trasladado al sanatorio para participar de su proyecto científico
y en todo ese tiempo sólo se ha encargado de revisar las cerraduras de las
celdas. Su ilusión, ingenuidad y su bienintencionado aire renovador fracasan
pronto cuando asume su papel de chivo expiatorio de los desmanes de la
dirección con la connivencia de los demás personajes. Los pacientes, a los que
se alude a través de números, son un personaje colectivo, cuya relevancia
latente explotará al final de la obra.
Invernadero
no es una obra cómoda para el espectador. Heredera de la deformación grotesca del
esperpento valleinclanesco y afiliada al teatro del absurdo, del que es una de
las obras fundacionales, la digestión de su puesta en escena requiere de una
eupéptica predisposición. La legítima aspiración de conformarse como una farsa
negra y corrosiva quizás logre sus objetivos si pensamos que toda la obra es un
trasunto de la corrupción burocrática, los abusos del poder, la codicia por el
mando, el menosprecio del mérito o la indefensión de unos ciudadanos que,
efectivamente son sólo números; también es legítimo que todo eso se haga al
amparo de los cánones del teatro del absurdo y su provocativa torsión expresiva
y visual. Pero lo cierto, y esto va a gustos, es que yo prefiero una obra
igualmente incisiva sin el hastío de ese abuso verborreico que no conduce a
ninguna parte, aunque uno pueda entender que se trata de una caricatura de la
vacuidad dialéctica de los poderosos. La obra es una denuncia, sí, pero no
conmueve ni sacude las conciencias porque el espectador está demasiado ocupado
en el frío ejercicio intelectual de la interpretación y porque a la obra se le
notan demasiado la arquitectura y su prurito de escenificación rupturista, que
parecen más un fin en sí mismas que un medio. El elenco de actores está a la
altura de lo que se le pide, a excepción de Isabel Stoffel, a la que no
acompañan ni el timbre desacorde de la voz ni la desaseada dicción ni el
demorado ritmo de sus intervenciones, ridículas y exasperantes en su
lentitud. La obra es, en definitiva, un
invernadero demasiado tibio que impide la eclosión del fruto esperado.