En estos momentos reposan, olvidadas en la oscuridad
de algún cajón, cientos de obras literarias inéditas pertenecientes a otros
tantos escritores, tan inéditos como sus libros. El anónimo autor habrá enviado
su obra, encuadernada en barato canutillo de plástico, a algún premio literario
o al juicio profesional de una editorial. Desestimada su calidad, estará
pasando aquélla por la implacable trituradora, desangrando sus ilusiones en las
virutas de papel cuyos tristes despojos aún revelan, mutiladas, las palabras
que formaron parte de una historia o de unos versos, que no son sólo las
historias y los versos del libro en cuestión, sino también las historias y los
versos de la epopeya del escritor novel ante la titánica aventura de la creación.
Muchos de esos libros destruidos quizás lo merecían.
El escritor novel tiene que saber ponderar la calidad de su obra antes de
decidir que el mundo está en su contra, que es un incomprendido y que está
sufriendo una injusticia; nadie le puso una pistola en la nunca para que
escribiera y el mundo no necesitaba su libro. Pero, entre ellos, también
figurará alguna obra meritoria que, sin embargo, correrá el mismo fatal
destino. La calidad del libro, entonces, se verá sometida al criterio
arbitrario de la endogamia editorial o al del mercantilismo literario que
sacrifica un buen libro a la pira sacrificial de la literatura de masas y a los
ingresos correspondientes.
Es entonces cuando aparecen, salvadoras, las
editoriales independientes, aquellas que sobreviven a la sombra de los grandes
sellos y apuestan, con criterios estrictamente literarios, por aquellas obras
desdeñadas. ¿Hay mayor contradicción? Una editorial que factura millones de
euros y a quien una apuesta fallida apenas supondría un ridículo porcentaje de
pérdidas, no se arriesga a publicar al escritor novel que ha demostrado su
valía literaria. En cambio, una editorial independiente, que debe medir
escrupulosamente su balance de riesgos para no quebrar y desaparecer, se lanza románticamente
al vacío con la única baza de creer en el valor literario del libro que se
dispone a editar. “No necesitamos más libros. Necesitamos Literatura”, reza el
lema de la jovencísima editorial Tolstoievski. O “el funambulista sólo logra su
objetivo confiando en el vértigo y no resistiéndose a él”, dice la editorial
Funambulista haciendo suyas las palabras de Roger Callois. ¿No es ésta una
disposición heroica en los tiempos que corren? ¿No hay en esa vocación algo de quijotesco, como aquella región de Candaya que da nombre a la editorial del mismo nombre que con tan amoroso afán dirigen Olga Martínez y Paco Robles? ¿Hasta dónde se ha desentendido el
tradicional mecenazgo de las personas o instituciones con posibles? En tiempos
de Cervantes, los patrocinios los realizaban gente como el duque de Sessa, el
marqués de Malpica, el duque de Alba, el conde de Lemos y otros nobles
influyentes. Hoy, las grandes marcas editoriales, a quienes les correspondería,
por analogía, realizar esa misma labor de padrinazgo, son las que menos la
emprenden y en las pocas ocasiones en que se la juegan por un escritor
desconocido, generalmente ocultan alguna suerte de nepotismo.
La buena literatura no es patrimonio exclusivo de las
editoriales independientes. Hay escritores tan consolidados por su indiscutible
magisterio literario que, con justicia y siguiendo el orden natural de las
cosas, publican con las grandes editoriales. Desgraciadamente, junto a estos
maravillosos escritores, el catálogo se nutre de otros autores mediocres pero
rentables. En cambio, una editorial pequeña, precisamente porque no puede
permitirse el lujo de fallar con su apuesta, nos garantiza que el cuidado en la
selección de su catálogo es absoluto. Porque les va la vida en ello. Y es así
como aquel original encuadernado en barato canutillo de plástico que se
presentó a tal o a cual concurso o que llamó inútilmente a las puertas del
gigante editorial, consigue sobrevivir a la temida trituradora y hacerse libro
y sueño de escritores y lectores al amparo de estos nuevos héroes de la
cultura.
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