Figuras como la de Nicanor Parra son necesarias porque
sacuden la anestesia que a lo largo del tiempo han ido inoculándonos aquellos
que él llamaba “doctores de la ley” en su poema “Advertencia al lector”. Los
doctores de la ley han existido siempre en literatura: son los gurús del canon
literario, los popes de la poesía, los dueños del cortijo editorial, los
comisariados a dedo, los teóricos que limitan la literatura a la cómoda
taxonomía, algunos críticos literarios. Un día, Nicanor Parra inventa la “antipoesía”
y pone en tela de juicio todas aquellas certezas que aseguraban la poltrona
literaria de muchos.
La “antipoesía” no llegó, sin embargo, de repente. Hay
primero una conciencia de que la poesía debe librarse de su hermetismo,
desliteraturizarse, llegar a más gente y convertirse en un lenguaje casi
conversacional. Es aquello que Huidobro reclamaba en una carta al poeta Juan
Larrea: una poesía no cantante, sino parlante. De ahí los poemas que Parra
incorpora en la primera sección de sus Poemas y antipoemas de 1954.
Poemas con una clara vocación narrativa, que abordan temas aparentemente
prosaicos: las impresiones al volver a su pueblo, su descubrimiento del mar, la
reconvención a un niño que tira piedras a un árbol, el recuerdo de un amor.
Pero aún estos poemas no se han despojado de sus ropajes literarios: el ritmo,
la asonancia de las rimas, el cómputo silábico, resguardan todavía la esencia
literaria, aunque mitigada por la oralidad, casi romancística de los poemas.
Sólo en “Sinfonía de cuna”, parece Parra rebelarse contra los géneros de moda,
al reformular ingeniosamente las canciones de cuna de Gabriela Mistral. En la
segunda sección del libro, concebido como un bloque de transición, los poemas
luchan ya sin tapujos por una nueva concepción; existe una tensión rupturista
que sólo explotará en la tercera parte del poemario. En esta segunda, Parra
incorpora la fealdad a la poesía y lo hace deconstruyendo irónicamente los
postulados de Pablo Neruda. Éste, que había intuido años antes el nuevo rumbo
de la poesía chilena, había abandonado el hermetismo de su Residencia en la
tierra para “bajar del Olimpo” a los poetas. El resultado es su poemario Odas
elementales (1954). Sin embargo, Neruda baja del Olimpo a los otros poetas,
mientras que Parra radicaliza esa postura burlándose incluso de sí mismo, como
ocurre en el poema “Autorretrato” o en “Epitafio”. Por otro lado, en su afán de
hacer terrenal la poesía, Neruda buscó en la cotidianidad la forma de hacer
poetizable lo anecdótico o lo convencional: todo es susceptible de inspirar
poesía. Parra, sin embargo, imita, hasta en la misma estructura, los poemas de
Neruda pero, en lugar de hallar el lirismo de los objetos triviales como hace
éste, introduce, como en un trallazo inesperado, la fea realidad del mundo. Un
ejemplo paradigmático es su poema “Oda a unas palomas”. La tercera sección, que
tiene como pórtico la vehemente “Advertencia al lector”, que es casi un
manifiesto, rompe definitivamente con cualquier molde; con el señuelo de una
sintaxis clara y aparentemente diáfana, atrapa al lector mediante unos versos
que atentan contra toda lógica pragmática, confusamente articulada y donde el
lirismo aparece, como una flor perdida entre la maleza, justo donde menos debe
aparecer. De tal modo que el lector, casi sin darse cuenta, rechaza en su
lectura aquel verso bello que chirría irónicamente en el poema. Parra lo ha
conseguido: el lector desdeña el verso estético, el verso cantante que
repudiaba Huidobro. El lector se ha convertido al nuevo credo: es un lector de antipoesía.
Y cómo no hacerlo si ésta podría ser el trasunto existencial de la fatuidad de
la vida o el descreimiento del género humano, esos “imbéciles que bajan de los
árboles” a un mundo que no tiene sentido, aunque nosotros queramos trascenderlo.
“Fui lo que fui”, dice en su “Epitafio”, Nicanor Parra: "un embutido de ángel y
de bestia".
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