domingo, 28 de enero de 2018

390. Fui lo que fui: Nicanor Parra



Figuras como la de Nicanor Parra son necesarias porque sacuden la anestesia que a lo largo del tiempo han ido inoculándonos aquellos que él llamaba “doctores de la ley” en su poema “Advertencia al lector”. Los doctores de la ley han existido siempre en literatura: son los gurús del canon literario, los popes de la poesía, los dueños del cortijo editorial, los comisariados a dedo, los teóricos que limitan la literatura a la cómoda taxonomía, algunos críticos literarios. Un día, Nicanor Parra inventa la “antipoesía” y pone en tela de juicio todas aquellas certezas que aseguraban la poltrona literaria de muchos.

La “antipoesía” no llegó, sin embargo, de repente. Hay primero una conciencia de que la poesía debe librarse de su hermetismo, desliteraturizarse, llegar a más gente y convertirse en un lenguaje casi conversacional. Es aquello que Huidobro reclamaba en una carta al poeta Juan Larrea: una poesía no cantante, sino parlante. De ahí los poemas que Parra incorpora en la primera sección de sus Poemas y antipoemas de 1954. Poemas con una clara vocación narrativa, que abordan temas aparentemente prosaicos: las impresiones al volver a su pueblo, su descubrimiento del mar, la reconvención a un niño que tira piedras a un árbol, el recuerdo de un amor. Pero aún estos poemas no se han despojado de sus ropajes literarios: el ritmo, la asonancia de las rimas, el cómputo silábico, resguardan todavía la esencia literaria, aunque mitigada por la oralidad, casi romancística de los poemas. Sólo en “Sinfonía de cuna”, parece Parra rebelarse contra los géneros de moda, al reformular ingeniosamente las canciones de cuna de Gabriela Mistral. En la segunda sección del libro, concebido como un bloque de transición, los poemas luchan ya sin tapujos por una nueva concepción; existe una tensión rupturista que sólo explotará en la tercera parte del poemario. En esta segunda, Parra incorpora la fealdad a la poesía y lo hace deconstruyendo irónicamente los postulados de Pablo Neruda. Éste, que había intuido años antes el nuevo rumbo de la poesía chilena, había abandonado el hermetismo de su Residencia en la tierra para “bajar del Olimpo” a los poetas. El resultado es su poemario Odas elementales (1954). Sin embargo, Neruda baja del Olimpo a los otros poetas, mientras que Parra radicaliza esa postura burlándose incluso de sí mismo, como ocurre en el poema “Autorretrato” o en “Epitafio”. Por otro lado, en su afán de hacer terrenal la poesía, Neruda buscó en la cotidianidad la forma de hacer poetizable lo anecdótico o lo convencional: todo es susceptible de inspirar poesía. Parra, sin embargo, imita, hasta en la misma estructura, los poemas de Neruda pero, en lugar de hallar el lirismo de los objetos triviales como hace éste, introduce, como en un trallazo inesperado, la fea realidad del mundo. Un ejemplo paradigmático es su poema “Oda a unas palomas”. La tercera sección, que tiene como pórtico la vehemente “Advertencia al lector”, que es casi un manifiesto, rompe definitivamente con cualquier molde; con el señuelo de una sintaxis clara y aparentemente diáfana, atrapa al lector mediante unos versos que atentan contra toda lógica pragmática, confusamente articulada y donde el lirismo aparece, como una flor perdida entre la maleza, justo donde menos debe aparecer. De tal modo que el lector, casi sin darse cuenta, rechaza en su lectura aquel verso bello que chirría irónicamente en el poema. Parra lo ha conseguido: el lector desdeña el verso estético, el verso cantante que repudiaba Huidobro. El lector se ha convertido al nuevo credo: es un lector de antipoesía. Y cómo no hacerlo si ésta podría ser el trasunto existencial de la fatuidad de la vida o el descreimiento del género humano, esos “imbéciles que bajan de los árboles” a un mundo que no tiene sentido, aunque nosotros queramos trascenderlo. “Fui lo que fui”, dice en su “Epitafio”, Nicanor Parra: "un embutido de ángel y de bestia".

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