CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 22 de noviembre de 2021

551. Doña Emilia 'noir'

 


Desde 1971, han sido varias las iniciativas que han tratado de sacar a la luz una novela inédita de Emilia Pardo Bazán hallada en el interior de uno de los baúles que la hija de la escritora coruñesa había donado por decisión testamentaria a la futura sede de la Real Academia Gallega ese mismo año. En los baúles, además de mobiliario y documentación diversa, hallábase lo que la hispanista Nelly Clemessy consideraba «una tentativa frustrada de novela policíaca», cuyo mal estado –la novela estaba incompleta y algunas cuartillas eran ilegibles– hacían prácticamente impublicable la obra pese al entusiasmo inicial que su hallazgo suscitó en el profesor Varela Jacome, a la sazón el primero que trató de poner orden en aquel caos. Tal ha sido la dificultad para editar la novela, que solamente ahora, transcurridos 40 años desde su descubrimiento, se ha podido dar a la imprenta gracias al apasionado trabajo de los escritores José María Paz Gago y Alfredo Conde, y el del editor de Ézaro Ediciones, Alejandro Diéguez. La publicación de esta obra convierte a Emilia Pardo Bazán en la primera mujer en cultivar el género policíaco, anticipándose a Agatha Christie, quien publicaría su primera novela en 1920, un año antes del fallecimiento de doña Emilia. No obstante, la autora de Los pazos de Ulloa ya había coqueteado con el género en su novela corta o relato largo La gota de sangre, publicada en vida de la escritora en Los contemporáneos, en el número 128 del 9 de junio de 1911 donde ya se perfila su protagonista principal, el detective Ignacio Selva, un diletante, castizo, cosmopolita, algo impertinente, misógino y con una natural propensión a convertirse en sospechoso de los crímenes que justamente quiere resolver, y que ayuda a la policía en la investigación de un asesinato. La gota de sangre aparece también publicada en la actual edición de Paz Gago y su inclusión no es baladí, pues en la novela inédita que le sigue –y que los editores han titulado simplemente Selva– hay multitud de referencias a la resolución del crimen de marras.

Desde luego, esta novela inédita de Pardo Bazán no es, ni de lejos, lo mejor de la producción literaria de la escritora. El propio Chema Paz Gago reconoce en el prólogo que quizás la decisión de doña Emilia de no publicar el libro respondiera a las serias dudas que la calidad de la novela suscitara en la propia autora. Paz Gago, le afea, además, la inclusión de algunas digresiones intelectuales que, a su parecer, restan dinamismo a la acción. En esta segunda aventura de Selva, el detective se ve involucrado en la investigación de una serie de robos de obras de arte. Pero, efectivamente, la estructura es algo deslavazada –ignoro si algo tendrá que ver también la necesaria y complicada labor de ensamblaje y relleno de sus editores– y la trama resulta previsible y algo tediosa. Descartado, pues, el disfrute argumental (más sugestiva, por cierto, en La gota de sangre), interesan sobre todo los elementos coyunturales: el contexto histórico de los robos de piezas artísticas (con el robo de la Gioconda en el Louvre en 1911, aún reciente); el desprecio institucional por el patrimonio nacional; la moda, las costumbres y la cotidianidad aristocrática del momento, pintadas con sorprendente frescura; y sí, también las digresiones de la Pardo Bazán sobre la naturaleza criminal humana y sobre la metaliteratura policiaca, de cuyas obras critica justamente el inverosímil embrollo folletinesco llegando a la conclusión de que las motivaciones humanas y psicológicas para el crimen suelen ser siempre mucho más simples y prosaicas que lo que proponen las tramas urdidas por la novela policiaca al uso.

En definitiva, una rareza curiosa sin más que bien está conocer en este año conmemorativo de los cien años del deceso de doña Emilia.

lunes, 15 de noviembre de 2021

550. 'Ciudad mori'

 


Uno de los mejores libros del año 2020 fue, sin duda, Ciudad Mori, del palmense Sergio Mayor, publicado por Karima Editora. Sin embargo, como suele ocurrir siempre con la literatura heteróclita, seguro que no vieron ustedes el título figurando en esas absurdas listas de mejores libros del año diseñadas por los palmeros de los grandes sellos cuyo criterio literario quedó hace tiempo arrumbado en el estercolero de la indignidad y sustituido por otros intereses espurios que únicamente alimentan el bochornoso adocenamiento al que está sometiendo la crítica oficialista a la literatura. Sucede, no obstante, que el libro de Sergio Mayor se abrió paso por esos otros circuitos de la resistencia literaria y su noticia llegó secretamente a los conciliábulos de los lectores subversivos donde –aquí sí– Ciudad Mori ha sido acogida con verdadero entusiasmo y hasta con algo de culto reverencial. Hay algo de autocomplacencia en esa marginalidad estética de Sergio Mayor ya desde la misma solapilla del libro, que solamente reza: «Nació en Las Palmas de Gran Canaria. Vive retirado en Gorafe, Granada», tan lejos del exhibicionismo obsceno de quienes tienen que llenar largas solapas bio-bibliográficas para compensar quién sabe qué otras carencias. Se diría que Sergio Mayor es cofrade de eso que Paul Valéry llamó «renuncia al sufragio del número». Y la alusión al poeta simbolista francés no es baladí; hay en Ciudad Mori una suerte de malditismo literario y vital (¿acaso no son lo mismo?) que lo hace emparentar con aquella bohemia finisecular. Efectivamente, leer Ciudad Mori es algo parecido a entablar una conversación de madrugada, ebrios de absenta, en el más abyecto tugurio parisino, con Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Villiers y Nouveau pero todos al mismo tiempo. Una prosa alucinada o alucinógena que deslumbra y abruma por sus referencias cultas y su torrente de intertextualidad ante el que se corre el riesgo (doy fe) de salir algo acomplejado. En mitad de todo eso, una ciudad, Granada, y una aparición, la donna angelicata que se le presenta epifánicamente al narrador en la Calle Tablas, y que vertebrará, aunque difusamente, la espina dorsal de esta pantagruélica miscelánea intelectual y emocional, llena de abismos, bajadas a los infiernos (pero siempre Beatrice), resurrecciones, rebeldía altanera, provocación, subversión, ironía, ebriedad, autoafirmación en la heterodoxia, herejía, misticismo laico y laicismo teológico. Cualquier página de este festín literario valdría como muestra pero permítanme que cite, aunque extensa para una reseña, la bellísima evocación del genius loci granadino, esa suerte de aura de la ciudad que alcanza en la Alhambra su más significativa y telúrica revelación: «La Alhambra comenzó a nacer cuando la tierra estuvo preparada. Hablo de una fuerza orgánica, una conclusión ontogénica, una sedimentación de arcillas, sales naturales y hierros revenidos en un aura que hizo de alambique […] Idea, la Idea más alta de templo, la efigie de un dios en su forma mineral y funeraria […]. El hombre que llega al Paseo de los Tristes es mirado por algo parecido a los ojos del más grande de los muertos. La Alhambra, desde el Paseo de los Tristes, debe ser meditada a la manera de un místico frente a una talla. Se trata de prestar atención a lo que en la obra de arte no es observable; el aura, el ritmo, la forma quieta del incendio». Alguien que escribe esto, y lo que sigue, debiera estar en cualquier antología de la Literatura con mayúsculas. Yo he bebido la absenta de Ciudad mori a pequeños sorbos para salir medio lúcido y poder escribir esta reseña que no le hace justicia. De haberla bebido del tirón, me habrían hallado sobre mi escritorio, con los ojos delirantes, con un no sé qué que queda balbuciendo, incapaz de ordenar en un texto tantísima dolorosa belleza.

lunes, 8 de noviembre de 2021

549. Cunqueiro en Elsinor

 


El 30 de julio de 1970, Álvaro Cunqueiro escribía para el Faro de Vigo una crónica titulada «No hay almenas en Elsinor». El artículo recogía, en parte, la experiencia del escritor gallego durante su viaje a la ciudad portuaria danesa, famosa por hallarse en ella el Castillo de Kronborg, escenario en el que Shakespeare ubicó la tragedia de Hamlet. Cunqueiro, cuya admiración por la obra del dramaturgo inglés está bien documentada, había publicado en 1958 O incerto señor don Hamlet, príncipe de Dinamarca, su obra teatral más conocida; en 1965 escribió un texto titulado «O Castelo de Elsinore», cuya prosa evocadora da fe de la fascinación que el escritor de Mondoñedo sentía por el mítico espacio shakesperiano; y todavía en 1967 soñaba con fundar una sociedad de Amigos de Shakespeare en toda Galicia. Se entenderá, pues, que Cunqueiro sintiera la necesidad de viajar hasta Dinamarca y conocer de primera mano aquellos sugestivos espacios literarios. La visita se realiza aproximadamente un mes y medio antes de la publicación del artículo de marras, es decir, el 12 de junio de 1970. Le acompañaron dos amigos catalanes: el periodista Néstor Luján, especializado en la crónica de viajes y gastronómica cuyos artículos en el semanario Destino tuvieron tan buena acogida en su momento, y el doctor Joan Obiols, a la sazón catedrático de Psicología en la Universidad de Santiago de Compostela, defensor del psicodrama, la terapia artística y la musicoterapia, y que moriría curiosamente en Cadaqués mientras atendía a Salvador Dalí, en julio de 1980.

Cuando Cunqueiro llega Elsinor constata que, efectivamente, el Castillo de Kronborg no tiene las famosas almenas en las que Hamlet era atormentado por el fantasma de su padre: «del más antiguo castillo solamente quedan el foso de la parte Este, y algunos basamentos del muro exterior de defensa. Y no hay una sola almena, ni es posible pasear, ni lo es siquiera a un fantasma, entre las torres más altas». De su viaje a Elsinor, Cunqueiro, gran aficionado a la colección de hojas secas, se llevó una ramita de un árbol situado al pie del foso del castillo y, para dar naturaleza de autenticidad al souvenir, extrajo de ella una pequeña hoja doble que pegó en un encarte en cuyo dorso hizo firmar a sus compañeros de viaje, Luján y Obiols, el testimonio fehaciente de dicha autenticidad: «No soy notario, mas es verdad», certifica Obiols; y «Doy fe», remata Luján antes de firmar. El curioso documento se halla en la actualidad en la Fundación Penzol, en Vigo.

En el año 2020, coincidiendo con los 50 años de la visita de Cunqueiro a Elsinor, la Casa-Museo Álvaro Cunqueiro, editó un cuadernito desplegable que recoge el facsímil del documento con la hoja elsinoriana. El cuaderno incluye, además, una explicación de Armando Requeixo, coordinador de actividades y publicaciones de la Casa-Museo, y la reproducción fotográfica del artículo de Cunqueiro. La publicación es una de esas preciosas joyitas bibliográficas, editadas con mimo, pasión y amoroso afán, tan a propósito para quien desee realizar un regalo literario original y entrañable, y se suma a los actos conmemorativos que se están llevando a cabo con motivo de los 40 años desde el deceso del escritor. A veces, estos pequeños accesos de cotidianidad en la vida de un escritor, al margen –si es que esto es posible– de su obra artística, sirven también para hacer más cercanos a los autores y hacernos partícipes de su humanidad, alejados de la visión mitificadora del escritor en su mesa de trabajo. A la postre, que el castillo de Hamlet no tenga almenas, en nada resta a la sugestión que su inexistente barbacana sigue produciendo en los lectores de Shakespeare.

lunes, 1 de noviembre de 2021

548. Acrósticos

 


De la palabra acróstico dice el Diccionario de la RAE:  «Dicho de una composición poética: Constituida por versos cuyas letras iniciales, medias o finales forman un vocablo o una frase». La definición –tan sosa ella, tan aséptica– no le hace justicia a ese arte de la ocultación que es el acróstico. Si a Gómez de la Serna le hubieran dejado meter baza con alguna de sus greguerías, quizás hubiera dicho algo así como que el acróstico es el camaleón de la poesía o el espía infiltrado del verso. Lo hubiera dicho mejor que yo, claro. La última metáfora, por cierto, no es baladí: el acróstico ha sido uno –quizás el más ingenuo– de los métodos para la criptografía en el espionaje. El acróstico literario más famoso es seguramente el escrito por Fernando de Rojas en aquella «carta a un su amigo» que precede al texto de La Celestina: «El bachiller Fernando de Rojas acabó la Comedia de Calisto y Melibea y nació en la Puebla de Montalbán», rezan las iniciales de cada verso. Lo he llamado «acróstico literario» pero sigue siendo un acróstico político que Rojas utiliza para ocultar la autoría de su obra a la Inquisición, habida cuenta de la naturaleza anticlerical de su libro. Toda la literatura es política. También son conocidos los acrósticos que usan los amantes en el teatro áureo para comunicarse secretamente. Algunos títulos donde se llevan a cabo estos mensajes velados por el ingenio, a veces hasta extremos difíciles de interpretar por el público contemporáneo y también para el lector moderno, pueden ser Amar por arte mayor, de Tirso de Molina; El secreto a voces, de Calderón; o el menos conocido La jarretiera de Inglaterra, de Francisco Bances Candamo. En el Cancionero general castellano aparece una octava de un tal Luis Tovar que usa el acróstico tanto en las letras iniciales de los versos leídas verticalmente como en algunas letras situadas en mitad de verso leídas de forma horizontal; el mensaje cifrado da lugar a nueve nombres de mujeres. ¡Vaya con don Luis Tovar!

De todos modos, el caso que más me conmueve sigue siendo el de Rojas. Nada tiene que ver el espíritu del autor de La Celestina con el de aquellos otros que simplemente quisieron guardar el anonimato. Al autor anónimo, o no le interesaba la posteridad o en su época no había calado todavía la idea de autoría (el primero en tener conciencia de ello fue don Juan Manuel); o simplemente no se atrevió a colocar su nombre, ni siquiera de forma encubierta, en un libro que lo comprometía. Pero Rojas, que intuye que ha escrito algo grande, no puede sustraerse a la posibilidad de salir con bien de su osadía y cifrar su eternidad en aquel investigador avezado que descubra el juego literario, con el riesgo nada desdeñable de que el delator pudiera haber sido un contemporáneo suyo. Hay una suerte de abismo en el acróstico con el que uno se juega la vida. También lo hay, aunque de otra manera, en los amantes de la comedia palatina que hemos enumerado más arriba. Verse descubierto por los ojos inteligentes de la dama, que da con tu nombre o con el de ella en una clandestina declaración de amor. El nombre ya desnudo, sin el parapeto del artificio literario, temblando de miedo ante la delación que lo deja a merced de ella, con el desamparo y el vértigo de conocer si, después de bisbisear la identidad revelada, ella lo amaría.