Seguramente la poeta Safo no se merecía un espectáculo tan decepcionante como este que han pergeñado Christina Ronsenvinge, Marta Pazos y María Folguera en su revisión de la figura de la «muchacha de Lesbos». Si de verdad alguien cree que la provocación y el rupturismo en el arte se consiguen dejando desnudas a casi todas las actrices del elenco y haciéndoles hacer todo tipo de obscenidades sobre el escenario, es que se ha equivocado de siglo. En el XXI, ya estamos dados de vueltas de todo eso. Hemos visto, por ejemplo, procesiones del «Santo Chumino Rebelde» convocadas por la «Hermandad del Coño Insumiso», entre otras performances del activismo más ruidoso. Es decir, nada nuevo bajo el sol. La proliferación de estos actos es tal, que hasta el más reaccionario habrá creado ya una costra que le impedirá escandalizarse por estas cosas. Así que no cuelan ya propuestas así; más bien provocan indiferencia.
Miren, quien escribe estas
líneas no es, desde luego, un mojigato y tampoco alguien que se cierre en banda
a las innovaciones que pretenden reformular a los clásicos, pero he visto ya
demasiado teatro como para reconocer enseguida cuándo alguien hace las cosas de
forma gratuita y sin rigor artístico. Este montaje sobre Safo no es más que una
acumulación caótica de excentricidades con el único objeto de la excentricidad
misma. Por todas partes rezuma tanto el prurito ideológico, que, como suele
ocurrir siempre cuando se prioriza lo doctrinario sobre lo artístico, acaba
reduciéndose el montaje al mero panfleto facilón. ¿O es que no hay ideología en
Una noche sin luna de Juan Diego
Botto? ¡Claro que la hay! Pero mientras Botto la sustenta sobre una armazón
artística medida al detalle, lo de Ronsenvinge y compañía es solo puro
exhibicionismo. Y si tanta era la aspiración ideologizante del montaje, qué
oportunidad se ha perdido, por ejemplo, para la redefinición del espacio de
Lesbos, que sí, es la patria de Safo, pero también el lugar a donde llegan,
tras su terrible travesía en el mar, los inmigrantes que buscan una vida mejor;
o las playas que recogen los cadáveres de los ahogados que no lo consiguieron.
¿O es que la sororidad del montaje, blandida con tanta vehemencia en cada
escena, no vale para las mujeres desnutridas, algunas de ellas embarazadas, que
llegan a las costas griegas? Y hasta a la propia Safo le hurtan capítulos de su
vida, como la entrañable relación con su hija Cleis, a quien no puede comprar
una diadema, y maldice al gobierno de las Cleanáctidas que la tienen en aquel
estado de pobreza. ¿No hay sororidad en esa madre abnegada? O su relación con
su hermano Caraxo, arruinado por una hetera. Pero para, eso, claro, hay que
leerse un poquito a Safo. Nada de la delicadeza de sus poemas y del aroma
griego aparece en el montaje. En lugar de eso, una escenografía y vestuarios
vulgares, de carnaval canario pero en versión cutre, y una música estridente
que daba dolor de cabeza.
No me quiero alargar sobre
las interpretaciones de las actrices. Todas cumplen bien con el papel que se
les ha asignado. A la postre, ¿qué culpa tienen ellas? Pero es sonrojante la
actuación de Ronsenvinge. Sí, a mí también me gusta esa languidez y fragilidad
casi decadentista y el abandono erotizante de su voz, pero para cumplir en el
teatro hace falta algo más que pasearse como un espectro, con la expresividad
de un cartón, por el escenario.
Algunos aciertos: las
recitaciones fragmentarias, trasunto de los «pedacitos de Safo» con que los
poemas de la poeta de Mitilene han llegado hasta nosotros; cierto aire
etnicista en los coros; y algunas tiernas baladas. Insuficiente, desde luego,
para tener parte de las rosas de Pieria.
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