CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 27 de marzo de 2023

602. Profe, ¿y esto para qué sirve?

 


Probablemente, en algún momento de su carrera profesional, todo docente haya recibido por parte de sus alumnos la inevitable pregunta de marras. Especialmente aquellos profesores que imparten asignaturas correspondientes a la rama humanística. No es nada nuevo que un estudiante, llevado de su impaciencia e ímpetu juveniles y, ajeno su espíritu, vivaz y efervescente, a las mieles del recogimiento intelectual, se cuestione la contribución que aporten a su vida práctica el latín o un poema de Góngora. Lo que ya no es tan habitual es que sea el propio sistema educativo el que secunde ese sesgo de inmadurez, que en los alumnos siempre hemos aceptado como algo connatural, pero que resulta alarmante en quienes deben velar por el conocimiento y el rigor en los planes de estudio. Basta con echar un vistazo a algunos postulados de la nueva ley educativa o a sus propuestas evaluadoras para concluir que lo único que les interesa a nuestros legisladores es que los muchachos se desenvuelvan con éxito y pragmatismo durante el desempeño de su vida adulta y laboral. O lo que es lo mismo, aunque esto no se diga explícitamente, que se acoplen al pérfido engranaje del sistema productivo. Hace unos días, en el telediario, un profesor se jactaba de la utilidad de sus cursos sobre formación financiera y uno de los adolescentes entrevistados celebraba que por fin alguien les enseñara cosas de la vida real. Es decir, ganar dinero. Para este alumno, claro, el latín y Góngora no eran cosas de la vida real, sino pertenecientes a alguna suerte de dimensión paralela, onírica e intangible. El descrédito del conocimiento y de la curiosidad per se es el mismo que está detrás del aprendizaje por ámbitos o de la paulatina pérdida de profesores especialistas en su materia. Hace solo unos días, conocíamos la noticia de que a partir del próximo curso, los periodistas podrán impartir clases de Lengua y Literatura en Secundaria. A mí, que soy licenciado en Filología Hispánica, nunca se me ocurriría dar lecciones a nadie sobre Periodismo, pero cualquiera –también los maestros de Primaria y profesores de las llamadas asignaturas afines– podrán dar mejor que yo la Historia de la Literatura Medieval, por ejemplo. Pero el debate es baladí. Porque tampoco es importante si se da o no Literatura Medieval. El Arcipreste de Hita no factura.

La tiranía de la inmediatez y del rédito instantáneo, el imperio de la felicidad cómoda y a toda costa, el desprestigio del sacrificio, han arrumbado el conocimiento a la buhardilla de los trastos viejos. Pero hoy existen más casos de trastornos por depresión que nunca. Nuccio Ordine lo explica maravillosamente en su ensayo La utilidad de lo inútil: «si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad».

¿Saben? A mí, que soy puro lego en formación financiera, también me escuece no saber por qué Christine Lagarde se empeña en subir los tipos de interés para bajar la inflación ni en qué beneficia eso al ciudadano a quien, además de hacerle pagar los alimentos a precio de oro, le suben también la hipoteca. Pero nunca me voy a tirar desde un rascacielos de Wall Street, como hacían en el 29. Con mis libros seré un hipotecado feliz. Y en cualquier caso, si hay que suicidarse, joder, un poco de clase. Háganlo en las aguas del río Ouse o en el de la playa de la Perla, por caminos de algas y de coral, dormidos y vestidos de mar.

lunes, 20 de marzo de 2023

601. Peritos en tempestades

 


Aunque muy conocido en el mundo filológico por el grupo de Sintaxis que desde el año 2015 administra en Facebook (y que cuenta ya con casi veinte mil seguidores), conviene recordar que Alfonso Ruiz de Aguirre es un escritor de larga y fructífera carrera literaria jalonada por numerosos reconocimientos. Su último libro, Recoge tempestades (La Discreta), incluye trece relatos que, como se señala muy acertadamente en la solapilla, coquetean con el realismo sucio americano, el tremendismo español o la literatura fantástica de Borges.

La primera sección del libro, titulada «Apalaches», recoge cuatro relatos ambientados en Norteamérica, cuyos personajes, inmigrantes españoles en su mayoría, desnortados e invisibles, tratan de afirmarse desesperadamente en un territorio hostil donde son ninguneados y en el que corren el riesgo de difuminar los límites de su propia identidad. «Yo necesitaba que alguien me mirara para sentir que seguía siendo, a pesar de todo, una persona», dice la protagonista del primer relato, una mujer que enloquece tras perder a su bebé. Y el niño del tercer relato, huérfano de madre y cuyo padre se emborracha todas las noches, se agarra a las piernas de éste cuando su progenitor se derrumba en el sofá y allí se queda dormido concentrándose en soñar lo mismo que el padre, unos sueños en los que éste no bebe y no lo deja solo en casa. Los relatos de esta primera parte le sirven al autor, además, para denunciar la mentira del «sueño americano» y la situación de la comunidad hispana en EEUU, donde no se sabe distinguir a un español de un mexicano y donde la xenofobia está a la orden del día, como ocurre en el cuento que cierra la sección, en el que un hombre que acude a un club de streptease por primera vez, acaba metido en una trifulca por su condición de español. También se critica una forma de nacionalismo distorsionado: «a los americanos les encanta volver a escribir su historia para imaginarse que todo sucedió como a ellos les gustaría». Meritorias son también las escenas costumbristas de Nueva Orleans, que contrastan con la desolación tras el paso del Katrina del segundo relato.

La segunda parte, titulada «Carabanchel y otros arrabales» insiste en el desamparo de sus personajes. En el relato «Un día inolvidable», un niño del castizo barrio madrileño se niega a obedecer a su padrastro, que quiere trasladar a toda la familia a Morgantown (o a Morgantonio, como la llama el protagonista). El uso del registro infantil, enternecedor por su ingenuidad y muy divertido, le sirve al autor para trazar una parodia del estilo de vida americano y el desarraigo que supone la emigración para un niño. En el relato titulado «Lluvia», un hombre que quiere invertir su escaso dinero en la autopublicación de su novela se da de bruces con la realidad: «Yo hubiera preferido editar mi libro, pero tengo que reconocer que las ventanas aíslan muy bien del ruido y del frío». Es un relato sobre los sueños frustrados y la tiranía de la cotidianidad. Por eso concluye su protagonista: «En la vida, si uno sueña, lo mejor es que sea con algo parecido a lo de los demás […]. Si uno no pacta con sus sueños, sus sueños se lo comen crudo». En «Hazme gemir», una mujer con aires de tragedia lorquiana y obsesionada con tener un nuevo hijo intenta quedarse embarazada de otro hombre al no conseguirlo con su marido. El relato parece parodiar un concepto equivocado sobre la maternidad y bucea en el asunto de las dobles vidas y los secretos ocultos dentro del seno familiar. Completa la sección un cruda estampa que aborda un atentado de ETA.

El libro se cierra con la sección «En otro tiempo, en otro lugar» que incluye dos relatos belicistas, ambientados uno durante la Guerra Civil española y el otro en la guerra de Marruecos, y un precioso relato sobre un embalsamador egipcio en tiempos de los faraones, que es una reflexión sobre el opiáceo de la fe religiosa. Mención aparte merecen los dos microrrelatos que flirtean con el surrealismo y lo paranormal.

Los relatos, imbricados entre sí a través del recurso galdosiano de reutilizar personajes, y con el uso de la autorreferencialidad, como aquella que juega con el título del libro, otorgan una unidad al conjunto, completada por el recuerdo de estos personajes desvalidos que Ruiz Aguirre redime al cobijarlos en el siempre seguro hospicio de la literatura.

lunes, 6 de marzo de 2023

600. Escritores que no leen

 


Hace un tiempo, un alumno me confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo donde el galán confía a un su amigo los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a escribir.

Existe entre la fauna literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector. Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta, encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el virtuosismo de quienes les han precedido.

Escribir es siempre una derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.