Vaya por delante que Antonio
Soler es para mí uno de los escritores más sobresalientes de los que ejercen la
literatura en nuestro país. Quedé absolutamente anonadado con la potencia
estilística de Sacramento y toda la
crítica es unánime al considerar Sur
una obra maestra. Por eso, hay que recibir con gozosa expectación cada nueva
publicación del autor malagueño. Sin embargo, con Yo que fui un perro, el lector leal de Soler deberá asumir algunas
dolorosas renuncias. La primera de ellas es olvidarse de que es un libro
escrito por Antonio Soler. Porque esta novela no la escribe él sino el
personaje ideado por el autor, un muchacho estudiante de Medicina con serios
problemas de sociopatía, que vierte sobre su diario toda la bilis negra que lo
envenena. Quien nos habla, pues, es Carlos, y lo hace con su registro parco,
repetitivo y poco estimulante desde el punto de vista del lenguaje literario,
salvo por algún que otro hallazgo lírico que la desazón del joven inspira. El
mérito de Soler está justamente en su capacidad para hacer verosímiles las
vicisitudes de Carlos al usar el registro propio de un diario espontáneo
escrito por un desquiciado. Esa habilidad camaleónica es también una virtud de
los grandes. Pero el lector, acumuladas decenas de páginas con el mismo
desalentador tono, acaba fatigado. Las continuas repeticiones podrán plasmar
muy bien el carácter obsesivo del personaje, pero el material será muy útil
para el psicoanalista, no para el lector de una novela.
Yo que fui un perro narra, en forma de diario, la vida de Carlos, quien mantiene una
relación sentimental con su vecina de enfrente, Yolanda. Las páginas de su
dietario describen una personalidad oscura, misántropa, controladora,
atormentada por los celos, patológicamente voluble. Toda su aspereza creciente
configura el perfil del futuro maltratador. Para mí, el gran mérito de la
novela es la sensación perturbadora que puede producir en el lector ese asomo
de empatía que podemos establecer con el personaje. Desde el primer momento,
sabemos que algo no funciona bien en su mente, pero también entendemos su vacío
existencial, su depresión, su descreimiento del mundo, su orfandad (la real y
la metafísica), su baja autoestima, sus inseguridades, su conmovedora
vulnerabilidad. Dan ganas de ponerse a hablar con él, de zarandearlo, abrazarlo
y de encauzar su vida. Porque allá, en lo más profundo, atisbamos una brizna de
nobleza que muchas veces pugna por imponerse. Sus estudios de Medicina,
incorporan a la novela otra interesante perspectiva: la víscera, descrita a
veces con crudeza durante sus prácticas forenses, como constatación del
nihilismo espiritual del personaje.
No podemos juzgar
objetivamente a los otros personajes porque todos están tamizados desde la óptica
de Carlos, pero sí llama la atención la actitud de Yolanda, a quien Carlos,
según sus propias páginas, trata horriblemente la mayoría del tiempo, y que,
sin embargo, acepta los vaivenes emocionales de su relación con relativa
laxitud. Yolanda, que parece una chica desinhibida sexualmente parece solo
disfrutar de esa vertiente de su relación con Carlos, que en ocasiones, parce
utilizado (el perro de la cubierta). Y, aunque la acción se desarrolla en los
90, cualquier chica en sus cabales habría abandonado a Carlos a la primera
palabra intempestiva. ¿Alerta, tal vez, la novela de la ceguera de muchas
mujeres que no saben ver desde dentro la toxicidad de su relación, o es Carlos,
también, una víctima de la propia Yolanda?
La novela, de soslayo, trata
también temas como el de la homosexualidad y los prejuicios que aún arrastra el
colectivo en esa década (aunque Carlos nunca la desprecia) o el problema de la
drogadicción.
Yo que fui un perro abonará el debate en muchos clubes de lectura pero no estoy seguro de
que sea una novela memorable. Habrá que esperar a la próxima, cuando Soler
escriba como Soler.
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