Hay en el último trabajo del
dramaturgo Javier Ballesteros un afán por querer contar demasiadas cosas a la
vez, lo que, desgraciadamente, da como resultado un cúmulo de asuntos, todos
ellos de gran interés, que no acaban, sin embargo, de superar su condición de
mero esbozo. A veces, menos es más, y hubiera bastado con menguar la ambiciosa
empresa para desarrollar con más profundidad una selección de los temas, cuya
naturaleza trascedente exigía, tal vez, mayor detenimiento.
Con todo, la pieza reúne
algunas virtudes que conviene señalar, sobre todo en lo formal. La
reformulación paródica de la tragedia griega, con su coro y su oráculo, es una
divertida transmutación que, pese a su ejecución irónica, mantiene su función
original, la de glosar el trasunto de la obra y la conciencia de los
personajes. La flauta de fondo, tocada por
Isabel Arranz, contribuye a la atmósfera telúrica. También resulta
jovial el uso de los ripios a través de un lenguaje cotidiano y muy poco
poético que deconstruye, caricaturizándolo, el estilo solemne del género
trágico. En medio, no obstante, se cuela alguna hermosa imagen de ascendencia
lorquiana, sobre todo cuando se aborda el tema de la maternidad. Y he aquí la materia central de la obra: una
serie de mujeres internadas en un balneario con el objeto de solucionar su
infertilidad, y que entronca con la tradición literaria de la maternidad
frustrada que ya abordaran Lorca en Yerma
o Unamuno en La tía Tula, por nombrar
solo algunos títulos con los que la obra parece estar emparentada. Pero aquí el
contrapunto estriba en una crítica acerada respecto a esa obsesión: mujeres que
cifran su feminidad en la condición de convertirse en madres, asumiendo el rol
que la sociedad les impone con esa idea falaz de la mujer incompleta, como si
las mujeres no pudieran sentirse realizadas a través de la infinidad de
alicientes que su vida práctica, intelectual y espiritual les ofrece más allá
de la maternidad. También se deja amarga constancia de los cambios que acaecen
en la vida de estas mujeres una vez han sido madres, la planicie de su
horizonte vital (antes rico, frondoso, escarpado y estimulante) en pro de un
principio igualmente capcioso como es el de la entrega altruista y
desinteresada que las mujeres no-madres, consideradas egoístas al anteponer su
propia libertad, jamás podrían entender, y arrogándose con ello una autoridad
moral del todo intransigente e hipócrita.
La obra aborda también otros
temas, como el aborto o la eutanasia, este último encarnado en el personaje de Fernanda, cuyo
papel desempeña muy notablemente la actriz María Jaimez (la cucaracha del
título, enferma de cáncer), y que deviene en la antítesis perfecta para poner
en la palestra la vieja dicotomía entre Eros y Tánatos. Hay también, en el
personaje de Federico, director del balneario interpretado por el propio
Ballesteros, la alusión al ansia de perdurabilidad del ser humano, resuelto con
un final inesperado que conviene no desvelar por si alguien tuviera aún la
oportunidad de asistir al teatro a disfrutar del montaje.
En definitiva, Cucaracha con paisaje de fondo es una
pieza incómoda y valiente, que se atreve a poner el centro del debate la
incuestionabilidad de la maternidad, aunque evita pontificar desde las tablas
gracias a su formato fresco y cómico que pone freno a la catarsis categórica de
la tragedia que en realidad es.
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